La tiranía de la ortodoxía en "Reflejo en un ojo dorado"
Primero debo decir que he
estado con muchas cosas encima y, contra mi costumbre, dejé de escribir mi post
semanal. Semana de muchos cambios y con proyectos de escritura que se van
desarrollando, encima me enfermo de una infección a la garganta que todavía me
tiene botando gargajos de flema gracias a una tos que no sentía desde hace
mucho. Ni modo, debe ser el antojadizo clima limeño, que mis defensas están
bajas o que, de una forma u otra, quería enfermarme desde hace meses y mi
cuerpo se cansó de resistir. En esta obligada convalecencia he tenido tiempo
para pensar en muchas cosas, entre ellas la imposibilidad de diálogo ante los
asuntos importantes que, paradójicamente, deberían ser los que nos llevaran a
comernos nuestro orgullo y hablar con paciencia, apertura, usando los
sentimientos solo en pos de la sinceridad y no de nuestro ánimo de destruir la
posición contraria. Sí, eso suena bien, lo jodido es que así nomás la gente no
quiere en realidad discutir, solo imponer.
Temas que provocan este
tipo de animadversión existen muchos, aunque pocos como los que están moviendo
la opinión ciudadana ahora: la llamada ideología de género es uno de ellos. He
escuchado eso de que todo lo que viene después de un “pero” es basura,
recientemente por Jon Snow en la última temporada de Juego de Tronos: no es
nueva la idea, pero se aplica. El caso es que podría soltar un “no soy
homofóbico, pero…”, pero en realidad no hay pero. En mi caso, no creo ser
homofóbico por una sencilla razón: pienso que uno nace siendo homosexual. ¿Por
qué sostendría una conducta discriminatoria contra alguien que no eligió ser
cómo es? ¿Qué me importa a mí si a ti te gustan los hombres o las mujeres? No
es lo mismo que elegir si eres fascista, fujimorista, aprista o fanático de Bad
Bunny. Ahora, para mí, así como ser homosexual no es una decisión, decir que te
sientes orgulloso de serlo me parece un poco vano. Yo no me siento orgulloso de
ser hetero; claro, mucha gente me diría que el mundo apoya la heterosexualidad
y decir eso es tonto, como también que los homosexuales necesitan ratificar su
sexualidad y sentirse orgullosos de ella ante la discriminación. Lo que yo digo
a eso es que el orgullo no será lo que los salve o los proteja, sobre todo
porque el orgullo tiene algo de arrogancia que no es bien manejada por el peor
sector de nuestra sociedad. En fin, que es un tema espinoso y no estoy tan
documentado, pero algo sí sé: aunque no me considero homofóbico, ver a un
homosexual escandaloso o a una lesbiana achorada siempre me hace reír. No me
rio porque sean gays, sonrío porque son escandalosos, graciosos. Esa idea la vi
repetida en un monólogo de Louis C.K y me reí mucho. Me molesta que ahora
reírse es mal visto, queremos pensar que pisamos sobre cáscaras de huevo. La
sensibilidad se ha vuelto el credo del siglo XXI y me parece ridículo.
Pero este no es un post
para discutir lo poco que sé sobre la ideología de género. Pienso que uno nace
gay. Pienso que la masculinidad no es enteramente social, que tiene mucho de
biológico, al igual que la femineidad y el carácter. Y pienso que no estoy de
acuerdo con la idea, parafraseando, de que uno debe forzar a un tornillo a
encajar en una tuerca a buscar otra que sea más adecuada, aunque menos
ortodoxa. Esta idea, a la que se opone Weldon Penderton, llega del libro “Reflejos
en un ojo dorado”, de Carson McCullers. Recuerdo que leí ese libro en la
adolescencia, cuando mi viejo todavía tenía los suficientes como para
considerar que existía un simulacro de biblioteca en mi casa y esperaba
heredarlos, sin querer reparar en que cada vez quedaban menos, pues el viejo
los vendía para poder comprar algo de comer. Hasta ahora jodo al viejo con que
me privó de la única herencia que hubiera querido de él, pero en fin, que los
libros comenzaron a menguar y yo pude salvar algunos. Para ese entonces ya
había leído la mayoría, devorándolos como lo hace un adolescente un poco
solitario, aunque comunicativo, y me encontré con la poco prometedora portada
del libro en editorial Oveja Negra – salía Liz Taylor en la portada –: lo tomé
sin muchas esperanzas, pues en aquellos tiempos pensaba, con cierto desprecio,
que los libros de sesenta páginas eran cuentos largos y no debían calificarse
de novelas, y lo leí en día y medio.
Versión leída
¿Qué encontré? Bueno,
primero, la novela me sorprendió por la ligereza del lenguaje y, sin embargo,
su profundidad de ideas. Creo incluso recordar que me encontré pensando “si
algún día escribo, me gustaría hacerlo así”. No me agrada la idea de adornar
demasiado el lenguaje, incluso diría que critico cuando se busca la
artificialidad ornamental. McCullers me entregaba reflexiones ricas en
significados, me hacía pensar y, por qué no, sentir lo que leía. Ignorante en
aquel instante de que Carson era una mujer, pensé en ella como un hombre o, más
que eso, como un escritor de talento. ¿Por qué digo esto? Porque en algún
momento he salido con mujeres que se dedicaron con cierta obsesión a leer solo autoras, pura lectura producida por
féminas. Si leí más hombres que mujeres no fue necesariamente porque me dijera “oh,
voy a buscar hombres autores por reivindicarlos o porque yo quiero construir
mejor mi masculinidad”. Leí más hombres porque existen más escritores hombres.
Es un hecho. Y recuerdo, particularmente, que una de las chicas con las que
salí me prestó un libro de Clarice Lispector. Era uno de relatos y yo lo leí
todo. Lo leí esforzándome, lo que me trajo un mal sabor de boca, pues la
lectura no debería ser por obligación, pero lo hice porque quería entender qué
veía esta muchacha en la autora. Aún me encuentro con personas que me hablan
bien de Lispector y no me siento con fuerzas o argumentos para contradecirlas,
pues solo leí ese libro del que ni siquiera recuerdo el nombre, pero puedo
decir que no lo disfruté: eran más que todo imágenes, sensaciones, cuentos de
atmósfera quizá, pero no como los de Bellatin, cuyas atmósferas pueden hacerme
sentir algo: lo que me quedó de Lispector fue una gran interrogante, como cuando
leo un poema que todos halagan y que a mí me deja perplejo sin saber quién se
ha equivocado. Cuando lo discutí con la muchacha con la que salía ella me dijo
que no la había entendido porque “yo no era una mujer” y que Lispector escribía
“como mujer”. Vaya, pensé. Y de camino a casa pensé: “¿no se supone que
deberíamos escribir para inmortalizarnos? ¿Y no es una manera apostar por los
universales?”
Así que cuando supe que
McCullers era mujer consideré la cuestión y me di cuenta que ella no necesitaba
escribir “como mujer” o “como hombre”: escribía, eso era todo. Escribía bien,
con claridad de ideas, sin aspavientos, maniqueísmos o disfuerzos. Y escribía
sobre la sexualidad, sobre la muerte, sobre las contradicciones del ser humano.
Son seis los personajes principales,
cada uno con su propio drama, a pesar de que no todos parecen ser conscientes
de ello. El capitán Weldon Penderton; su esposa, Leonora; El mayor Morris
Langdon; su esposa, Allison; Anaclecto, el pequeño filipino que cuida a Allison.
Y, finalmente, el soldado L.G (o Elgee) Williams. Existen otros personajes que
aportarán en algo a la trama, como Firebird (el caballo pura sangre de Leonora)
o Suzie, la criada de los Penderton, pero principalmente son los seis
mencionados los que moverán la acción. Morris Langdon es amante de Leonora y,
aunque no quieran aceptarlo, los otros saben del amorío, excepto el soldado.
Cada uno tiene una reacción diferente: Weldon actúa como si no supiera nada,
mientras que Allison ha intentado matarse alguna vez a raíz de esto y otro
evento traumático, la pérdida de su bebé después de casi un año de nacida. El
estrés de la pérdida ha dejado a Allison enfermiza, con problemas cardíacos, y
un nerviosismo que su marido no puede soportar. Como todo hombre sano y de
mente práctica – encima militar –, Morris está cansado de los achaques – que piensa
fingidos – de su mujer y, sin buscarlo, conoce a Leonora cuando lo trasladan a
la base en la que ella se encuentra con su esposo. A las dos horas de haberse
conocido hacen el amor con la sencillez que uno cree una bendición. Así, Morris
apacigua el no sentirse en casa dentro de la suya y Leonora vive el placer sin
complicaciones que requiere una mujer poco complicada como ella. Los que sufren
son Allison y Weldon, pero por razones diferentes.
Porque si Allison sufre
por su hijita muerta, porque quiere a Anacleto y teme lo que le pueda suceder
si muere – Anacleto pinta acuarelas, disfruta la música clásica y habla en
francés, lo que irrita a Morris, macho estadounidense sureño y militar que jura
hacerlo hombre si puede incorporarlo al ejército –, Weldon sufre porque su vida
es una contradicción. A ojos de los demás, Weldon es un hombre exitoso: de
conocimientos diversos, carrera militar de ascenso constante, se le considera
un futuro general brillante. Pero no todo es lo que parece: cleptómano, cobarde
y mezquino, Weldon además sufre de algo que era impensable para el momento y el
medio en el que está y que solo se insinúa en el libro, pero a todas luces es
obvio: Weldon está comenzando a reconocer los caminos sinuosos y
contradictorios de su propia sexualidad.
El desencadenante será el
soldado Williams y, en un accidente provocado por el mismo capitán, el caballo
de su esposa. En una carrera desenfrenada que fue desencadenada por el sadismo
del capitán al jugar al soltar – detener con el caballo, el capitán terminará
medio muerto de rabia y golpeará al caballo hasta cansarse. El soldado
Williams, desnudo en el bosque, meditando o quién sabe qué, rescata al caballo
del capitán y se lo lleva. Desde aquella escena, Weldon intentará acercarse al
soldado, sin saber de qué modo hacerlo. De forma contradictoria, el soldado
estará obsesionado por Leonora, llegando al punto de visitarla todas las noches
mientras duerme, sus ojos atentos al sueño de la mujer. No parece haber un
deseo animal en el soldado, más bien la contemplación del enamorado, el éxtasis
de aquel que ha sido sorprendido por algo que no esperaba y que, una vez
descubierto, ya no sabe cómo pudo vivir sin eso. Weldon persigue al soldado, no
sabe qué hacer si lo alcanza, pero sí que siente la necesidad de contactarlo,
hacerle sentir su presencia. El capitán nunca ha sido sincero y esta pasión,
que se parece tanto al odio a ratos y tanto al amor en otros, parece encontrar,
por fin, la libertad de la auto observación. El problema es que, como nos dice
el narrador, Weldon no parece estar interesado en entender qué lo mueve a
comportarse como lo hace.
Y aquí termino: cuando
Allison muerte, los tres restantes están discutiendo sobre Allison y Anacleto.
Morris habla sobre cómo Anacleto hacía el ridículo, a su edad, comportándose
como lo hacía. “Tal vez hubiera sido desgraciado en el ejército, pero lo
habrían hecho hombre”, suspira. Aquí llega la respuesta de Weldon, la que
escribí al inicio: “Quieres decir que cualquier cumplimiento obtenido a costa
de la normalidad es incorrecto y no se debe permitir que traiga felicidad. En
resumen, ¿es mejor, porque es moralmente honorable, que la clavija cuadrada
siga raspando alrededor del orificio redondo en lugar de descubrir y usar otro
agujero, aun poco ortodoxo, en el que pueda encajas?” Morris le responde que ha
resumido su pensamiento con mucha exactitud y pregunta si está de acuerdo con
él. “No, no estoy de acuerdo”, dice Weldon, y tiene un momento en el que puede
ver dentro de sí mismo y lo que ve es una muñeca deforme y llena de maldad. Esa
muñeca, a mi entender, es todo lo deforme de la negación de uno mismo. Weldon
se ha dado cuenta de quién es o a quién ha negado.
La novela no acabará
bien, pero, ¿qué novela que valga la pena tiene un final necesariamente feliz?
El caso es que también vi la película y pensé hacer una comparación como antaño
he hecho, pero a pesar de Marlon Brando y Elizabeth Taylor, me pareció un poco
aburrida y no me dieron ganas.
Ya comentaré algo la
próxima semana. Quizá sobre “They Live”, de Carpenter. Iremos viendo.
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