¿En qué consiste un clásico? Network y su vigencia, a propósito de la sociedad del espectáculo


Hace unos días, discutía la palabra “clásico”: ¿cómo definimos la palabra clásico? Es complicado definirla, pero me gustó esta idea, “aquello que no pasa de moda”. Sí, clásico tiene relación directa con lo intemporal, lo que puede adaptarse, conservar su vigencia a través del tiempo. Cuando pienso en los clásicos literarios, desde El Quijote hasta los que creo, incluso hoy, están haciéndose un lugar entre ellos – como Coetzee, por ejemplo –, o recuerdo a las películas que incluso hoy pueden seguir siendo actuales, pienso que “clásico” es más que una palabra, hace referencia a la perspicacia de aquel artista que pudo atrapar el universal de la época. Pero también, por mucho que nos duela, esto nos dice que nuestros problemas, a pesar de los avances tecnológicos, siguen allí: nuestros clásicos siguen siendo vigentes porque atrapan lo esencial de nuestras contradicciones, vicios y vicisitudes; nuestra insistencia en caer en los mismos errores es parte de la construcción de nuestros clásicos.

“Network” (1976), escrita por Paddy Chayefsky – por lo que leí, el único guionista que ha ganado tres Óscars por mejor libreto – y dirigida por Sidney Lumet, es una película que no pierde vigencia, incluso en tiempos en los que la televisión pierde algo de terreno ante Netflix. Si bien es cierto, la historia tiene como personaje principal – o, en realidad, personaje que moviliza las ambiciones y temores de los demás – a Howard Beale (Peter Finch), en realidad el elenco es muy bien manejado, personajes definidos que cargan con sus propios deseos y contradicciones, lo que muestra un guion muy bien llevado. Si Beale, hombre decepcionado al principio, que parece adentrarse cada vez más en su propio delirio místico – otros podrían decir que está senil o presa de locura –, es el personaje que desea gritar su enojo y despertar a la población, Diana Christensen (Faye Dunaway) es el extremo contrario: lista, aguda y entusiasta, es el personaje que mejor lee la situación y la que apostará por el enojo de Beale desde el comienzo, como también la que es capaz de utilizar incluso a un grupo de enojados radicales (cuya ideología, aunque se dice de izquierda, en realidad es mutante, nada clara) para aumentar el rating televisivo. Ella representa el espíritu omnímodo del capitalismo, lo que también le jugará en contra al final.

Pero no adelantemos. Howard Beale conducía las noticias, pero desde la muerte de su esposa ha caído en depresión: bebe, se ha vuelto amargado e innecesario para la cadena televisiva en la que trabaja. Es despedido y quien debe decírselo es su amigo Max Schumacher (William Holden), el jefe de la sección de noticias. Se emborrachan y, como hacen los buenos amigos, se ríen y recuerdan toda una vida de noticias y anécdotas juntos. Beale va a casa y, cuando regresa, anuncia frente a cámaras su suicidio, lo que provoca los comentarios de la prensa y muchas llamadas. Aunque al principio todo es un escándalo, Beale le pide a Max volver al aire, disculparse, no terminar su carrera de esa forma. Max accede, impulsado en parte por el tono y las noticias que ha compartido Frank Hackett (Robert Duvall): la cadena será comprada por una corporación y la sección de noticias ya no será independiente. Así, Beale no se disculpa, sino que vuelve a las andadas, declara que la vida es una mierda y escandaliza de nuevo a la gente de la cadena.

Aquí hace su aparición Diana. Como he apuntado antes, ella se da cuenta, gracias a las portadas que ocupa Beale, de la potencialidad del fenómeno. Convence a Hackett de darle una nueva oportunidad a Beale con argumentos potentes: el pueblo estadounidense necesita de alguien que articule su furia, pues ha sido golpeado por decepciones (Vietnam, la inflación, etc.) y ha probado el sexo y las drogas, sin que funcionen. Los profetas son raros, pero ellos se han hecho con uno. Desperdiciar el momento es tonto. Hackett, que antes ha despreciado a Beale, es ante todo un hombre de corporación, cuyas decisiones tienen relación directa con lo económico; puede dejar de lado una antipatía de inmediato si se da cuenta que no es rentable. Decide hacerle caso a Diana y apuesta por Beale; Max, que había sido despedido el día anterior por su jefe, el señor Ruddy, es invitado a quedarse por él, mientras se anuncia que Beale será el nuevo profeta del canal. Ambos, Beale y Schumacher aceptan, comprometiéndose así en el nuevo camino por el que se deslizará la cadena.

Lento al principio, Beale parece que no puede revivir el primer momento de atención. Diana habla con Max, le indica que ella al final se apropiará del programa de Beale, pero lo hace sin beligerancia, con el tono coqueto que necesita para hacerse invitar por Max a cenar. Ambos se involucrarán en un romance lleno de contradicciones, pero este no desentona con la película. Pero en esta sucesión de eventos, Max quiere sacar a Beale del aire; ambos son amigos, Max cree que Howard está pasando por un mal momento y necesita ayuda psiquiátrica, mientras que Hackett y Diana lo que quieren es aprovechar la popularidad de Beale. El señor Ruddy ha tenido un ataque cardíaco y Hackett aprovecha para despedir a Max, lo que es secundado por Diana. Beale ha desaparecido y Max, irritado, amenaza con demandarlos por aprovecharse de su amigo, lo que es respondido de forma irónica por Hackett.

¿Realmente está loco Howard? ¿O está inspirado? En otra entrada he discutido la locura como fuente de verdad. El caso es que Howard ha estado teniendo sueños y uno de ellos lo hace vagabundear en pijama, con un sobretodo encima, por la ciudad. Llega a tiempo al segmento de noticias y aquí da el discurso que es tan emblemático en la película: “I’m as mad as hell and I´m not going to take this anymore”, lo que traducido sería algo tipo “Estoy recontra molesto y ya no voy a tolerar esto más”. El discurso no solo logra que los televidentes griten por la ventana, sino que catapulta a Howard: de anunciador de noticias a profeta viviente. Diana ha encontrado lo que necesitaba para aumentar sus ratings.


Discurso de Beale

Y Diana es lista: ha logrado un trato con un grupo terrorista llamado “Grupo ecuménico de Liberación”, para que le venda el material en video que manejan, en donde asaltan bancos u cometen otros actos vandálicos. Crea un programa para pasar estas noticias, “La hora de Mao Tse Tung”, y le da libertad a los integrantes del grupo para que hablen y esparzan su ideología; ella sabe que lo que le dará rating al programa son las imágenes chocantes y que la ideología será ignorada, apéndice innecesario para lo que buscan los televidentes. Esto parece ser lo que también sucede con Beale, pues aunque denuncia lo que sucede en el mundo, soltando verdades tan chocantes como evidentes, “Manejamos ilusiones desde la televisión. Nada es verdad”, las cosas siguen igual. Me hizo pensar en Bing, del capítulo “Fifteen Million Merits”, de “Black Mirror”, cuando transmite su mensaje por uno de los canales oficiales y se ha vuelto parte del sistema – por esto, lo “subversivo” de su mensaje ha perdido su poder real, ya que se ha vendido: Beale, aunque enojado y escuchado, no lograba todavía algo real.

Mientras los índices de Beale aumentan, Max ha sido despedido, pero comienza una relación con Diana, bebe de los rescoldos de su juventud y, en un arranque de sinceridad, deja a su esposa de veinticinco años. Como sucede siempre, la persona abandonada resiente la crueldad del otrora amante, le reclama, llora y se indigna. También pregunta, ¿la amas? Max asiente, pero también sabe que ella no lo ama, que quizá no sea capaz de sentir algo en realidad, pero agradece que puede sentir algo a su edad. Esta frase es cruel, pues a la vez indica que ya no siente nada por su esposa desde hace mucho tiempo. Max necesita sentir, lo que se le niega a la vejez, a menos que sea amor por los nietos y veneración por la pareja con la que se envejeció: sentir lujuria, pasión, es juego de jóvenes. El diálogo con la esposa es revelador, interesante por la sabiduría que ambos comparten, pero mientras que la mujer sabe qué sucederá, pero solo puede ser testigo, él lo sabe y, sin embargo, decide actuar a pesar de eso: ella le adelanta que va a sufrir; él no lo ignora, los días de su romance están contados.

Se suceden escenas muy buenas, risibles, reveladoras: la lucha entre los revolucionarios por los porcentajes de ganancia está cargada de realidad: el capitalismo ha contaminado, desde el vamos, las intenciones de aquellos que dicen luchar por esparcir un mensaje de conciencia e igualdad: al venderte al sistema comienzas, poco a poco, a pensar dentro del sistema, incluso con jerga socialista. La venta de camisetas del Che, pero esta vez los que las visten gritan “no me quitarás mi porcentaje”, mientras se reúnen con los ejecutivos del canal.

Bueno, hasta ahí parece que todo va bien para Diana y, por lo mismo, para la cadena: tienen un rating enorme, considerando que es un programa de noticias; están cerrando con ganancias y en la celebración que hacen para considerar las buenas nuevas, Diana promete nuevos éxitos. Aquí se da la diferencia principal con el capítulo de “Black Mirror” antes mencionado: ¿cuán ventajoso es darle tribuna libre a un loco? Si Beale es un loco – y esto nunca es diagnosticado en la película, cada uno puede sacar sus conclusiones –, es también uno muy consciente: no puedes darle micrófono sin ningún censor a alguien que no tiene miedo a decir nada, sobre todo cuando siente que ha sido elegido de algún modo. Cuando Beale revela que la corporación que compró el canal será comprada por los saudíes, todo cambia. Beale explica con muchos ejemplos cuán dueños de Estados Unidos son los árabes, exhorta a los televidentes a escribir para rechazar el trato: la verdad será manipulada, después de todo, ¿cómo saber quién la dice si confiamos a ciegas en la televisión? Hackett recibe una llamada y después, las manos desesperadas en el rostro, se da cuenta de su error: la tribuna la ha encendido un loco muy consciente y estos, desgraciadamente para los tipos como Hackett, no pueden ser controlados.  

Pero si Hackett cree que será despedido, se equivoca. El mandamás, el señor Jensen, desea conocer a Beale. Llegan ambos a su territorio, donde aún Beale presume de su locura visionaria. El encuentro entre Jensen y Beale es raro, pues uno pensaría que Beale, sintiéndose un iluminado, ignoraría a Jensen y sus palabras. Lo que puedo pensar es que Beale se siente como un elegido, pero en realidad es una veleta al viento, esperando cualquier estímulo externo para cambiar de rumbo. Esto se explica cuando Jensen le habla bajo las sombras con la voz solemne del arbusto ardiente: Beale se deja convencer. Jensen es un vendedor, comenzó vendiendo, puede “vender lo que sea”. “El mundo es un negocio, Mr. Beale. Lo es desde que el hombre salió del lodo”. Eso, y que ya no existen países, solo megacorporaciones y el poder “holístico” del dólar: desde petrodólares hasta rublos. Jensen, de forma elocuente, le indica a Beale que el futuro del hombre reside en darse cuenta que las naciones son meras pantomimas al servicio de las verdaderas naciones, las transnacionales. El hombre debe entender que ahora todo consiste en un grupo económico vasto y ecuménico – lo que es gracioso, porque el grupo terrorista también ansía ser ecuménico – para el que los hombres trabajarán por una ganancia común de la que todo hombre tendrá acciones. El aburrimiento y el hambre se acabarán. Jensen le encomienda a Beale la misión de transmitir su evangelio. “¿Por qué yo?”, pregunta de nuevo Beale, y Jensen le responde lo mismo que respondió la visión de Beale: porque estás en la televisión, tonto. Beale, al parecer creyendo en esta nueva visión, acepta. Su discurso televisivo cambia, es deprimente: la ira es resistencia, y la gente quería eso de Beale; el nuevo Beale es aburrido, existencialista, derrotista. La gente comienza a abandonar el show.


El discurso de Mr. Jensen

Mientras tanto, Max y Diana terminan su aventura juntos. Max, mayor y más sabio, se da cuenta de que es mejor para él alejarse y lo hace, no sin decirle a Diana algo que ella, aunque parece resentir, no comprende del todo: ella es la televisión encarnada, en la que las guerras y los deportes son lo mismo, señales, rating, índices y estadísticas. Max debe alejarse para no ser destruido, correr la suerte de Beale: ambos, al ser de la vieja escuela, no pueden entender los nuevos tiempos, aquellos en donde la ética periodística es un lujo, una etiqueta que ya no tiene razón de ser. Diana presiente que está mal, incluso suplica a Max que no la deje, pero ya es tarde: aunque presiente, no parece poder entender que, al igual que la televisión, ella se mueve por libretos parametrados, sin sentir o querer sentir en realidad, esperando el corte o los aplausos del público, aunque sintiendo la soledad y artificialidad del set.


Max deja a Diana

No contaré el final de Howard Beale. Es necesario verlo. Eso sí, Beale destacará incluso al final, aunque quizá no como hubiera querido. Enloquecido por su lucidez, Beale al final será prisionero de su propio deseo de decir la verdad, pues a la televisión no le interesa la verdad, solo los ratings. La verdad puede, muchas veces, ser relativizada por el lugar de enunciación.


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