"Lord of War" y la victoria del capitalismo


Desde muy pequeño entendí qué era meterme en una pelea; no siempre me agradaba y al principio perdía la mayor parte de las veces. Conforme fui creciendo entendí algunas maneras de imponerme a mis rivales, no solo en la pelea, sino antes de ella: aprendí a usar tácticas de intimidación para ganar antes de pelear. Funciona de muchas maneras, como darle un puñetazo a tu carpeta o a la pared, hablar calmado y mirar a los ojos, nunca perder la calma, pero no retroceder: tu oponente se sentirá desconcertado por la calma que muestras, la pensará dos veces, su mente le dirá “pero, ¿por qué está tan tranquilo? Debe ser que sabe que va a ganar”. Las peleas tienen mucho de psicológico y cuando aprendí eso me di cuenta de la teatralidad de las peleas. Esto, pensé, tiene truco.

Sin embargo, no puedo asegurar que sucede lo mismo cuando sacas un arma sin intenciones de utilizarla, sobre todo ante alguien que sí la ha usado antes.

Un arma cambia todo. Frente a un arma, no importa si tu oponente es más flaco, chato, hombre, mujer: si la persona frente a ti tiene un arma e intenciones de usarla y tú estás desarmado – o tienes una, pero no las ganas de disparar – se acabó. No existe negociado con un arma, como tampoco importa si tienes más o menos fuerza frente a una bala: no hay modo de negarla, entrenamiento que te ayude a frenar su velocidad, esquivar su trayectoria. Sencillamente, a diferencia de otras armas como el cuchillo o la espada, que pueden esquivarse, el arma de fuego nació con una ventaja que la lleva a un nivel diferente: su letalidad y, de la mano, la facilidad de su uso: aunque uno debe entrenarse para ser efectivo con ella, no es tan necesario como con las otras armas antes mencionada, no por nada se reportan casos de niños que matan, incluso por accidente, a personas mayores con armas de fuego. “La bala de un niño de catorce años es tan efectiva como la de uno de cuarenta; a veces más efectiva”, dice el presidente de Liberia, André Baptiste a Yuri Orlov, en “The Lord of War”, película de Andrew Niccol (no es la primera película de este director que analizo aquí), que comentaré en mi blog hoy.

La película comienza con Yuri Orlov, interpretado por el archiconocido Nicolas Cage. Orlov es un ucraniano que ha crecido en los Estados Unidos, tiene un hermano un poco loco, Vitali (Jared Leto), y a sus padres, que manejan un restaurante ucraniano: el padre es judío, aunque no nació uno, y presume de su fe ortodoxa. Yuri está aburrido de su vida y sueña con Ava Fontaine, muchacha de Brooklin, vecina suya, que está comenzando una fructífera carrera en el modelaje. Como muchos que padecen el sueño americano, Yuri quiere hacer algo con su existencia, pero no sabe qué; eso sí, sabe qué no quiere hacer, y es pasarse el resto de su vida empobrecido y manejando el restaurante de sus padres. La mafia rusa le dará la pista: al sobrevivir a un atentado perpetrado contra el jefe mafioso local, Yuri entiende que así como los restaurantes siempre existirán, pues las personas no dejarán de comer, también el mundo necesita proveedores de otra necesidad vital: el asesinar a otros. Yuri adquiere su primer arma y la vende, una Uzi, sin perder el sentido del humor y demuestra que puede caer simpático y, sin mucho esfuerzo, ser bueno en un negocio tan malo y peligroso: no solo logra salir con vida, además se hace del primer dinero, el billete verde que logrará asentar las bases de lo que será, más tarde, su modo de vida. La voz empieza a correrse y los billetes a entrar.


Hombre de negocios...

Yuri comienza a ganar fama – buena o mala es lo de menos, lo importante es ganarla –, expande sus horizontes, incluso logra disimular frente a la misma Interpol y su más ferviente agente, Jack Valentine (Ethan Hawke, a quien ya vimos en Gattaca), uno de los más insistentes y honrados miembros de Interpol, quien cree en lo que hace. Un momento importante de la película es cuando se encuentra con Simeon Weisz (Ian Holm, o el tío Bilbo, si no lo sacan), el traficante de armas, "El Traficante", el más famoso, el que más conexiones tiene. Este encuentro es vital, pues no define tanto a Simeon como a Yuri y adelanta el cambio de ideologías que se operará en el mundo: Simeon representa aquellos que tienen una agenda política, creen en ella, en un orden – independientemente de si estamos de acuerdo con él o no, Simeon es un hombre de principios. “Creo que usted y yo no estamos en el mismo negocio. ¿Cree que solo vendo armas? Tomo partido”, le dice Simeon a Yuri, y cuando este le responde que en el conflicto iraní – iraquí le vendió armas a ambos lados, Simeon, irónico, responde “¿No consideró que quería que ambos lados perdieran?”. Las balas cambian gobiernos más rápido que los votos, sigue Simeon, y después llama “amateur” a Yuri. Claro, desde este punto de la película, podemos considerar que Yuri es un amateur: ha comenzado muy poco tiempo antes y no parece tener conocimientos reales sobre la situación política. Esto, sin embargo, es discutible por una razón: el conocimiento político no le importa a Yuri, excepto en la medida de saber quiénes están guerreando; sus razones no importan, sí que paguen. Yuri es bueno con los idiomas y, como pronto se da cuenta, el idioma que mejor funciona es el de los billetes, más si son los estadounidenses que, así como el inglés, son conocidos y apetecidos por todo el mundo. Yuri es un amateur, y maldice a Simeon, pero también es uno hambriento de poder y no será aquel el último encuentro entre ellos.


El tío Andy

Yuri y Vitali son hermanos y se llevan bien, por esto el hermano mayor le pide al menor que lo ayude en su búsqueda de riqueza y propósito. Pero a despecho de Yuri, su hermano es diferente: poco a poco comienza a entender lo macabro del negocio en el que están, lo que empieza a afectar a su psique. Será la paga de un narco colombiano la que precipitará a Vitali en las drogas, pero estas son solo para ocultarle a Vitali lo que ha presentido detrás de la venta de armas, algo que Yuri también sabe, pero al ser un buen cínico racionaliza de forma inteligente: las armas matan personas y no distinguen a quienes mueren. Mientras Yuri dice que si él deja de venderlas alguien tomará su lugar al día siguiente, Vitali prefiere abstenerse de hacerlo: sabe que sus manos están manchadas, que es un cómplice de la matanza, se ha sumado a la rueda de violencia y una vez que ves el horror ya no puedes ignorarlo. Una vez más, la figura de este personaje ayuda a enfatizar la de Yuri, quien poco a poco irá encarnando al nuevo mundo que se construye tras bambalinas, un mundo que se presenta libre, pero está encadenado, pues la paz de algunos se logra por la muerte de otros. Yuri, quien logrará conquistar a Ava Fontaine engañándola – pues, en su experiencia, la mayoría de relaciones exitosas están basadas en el engaño, y ya que terminan así, es lógico que así empiecen –, sabe que el precio del departamento lujoso en el que vive, los pendientes de diamantes de su mujer y todo el lujo en el que descansa depende de la muerte de hombres, mujeres y niños en el mundo, a su capacidad de hacerse daño, pero lo racionaliza: yo no obligo a la gente a disparar, no pongo un arma en sus cabezas. Admito que la guerra es buena para el negocio, pero me gustaría que fallen al disparar, mientras que sigan haciéndolo, le explica a Valentine cuando se encuentra por tercera vez con él, en el desierto africano. Es esta capacidad de autoconvencimiento de lo que carece Vitali: ambos han comprendido el horror del mundo, pero mientras que uno lo maneja adaptándose al mismo, el otro empieza a comprender una posición ética, lo que no le conviene si quiere seguir en el negocio de proveer armas a quienes están ansiosos por usarlas sobre sus semejantes.

El segundo encuentro con Simeon es muy bueno, pues revela que los papeles han cambiado y también coincide con un gran momento en el mundo que cambiará todo para siempre: ha caído la Unión Soviética. Si en algún momento leemos este momento solamente como el portal por el que entrará Yuri al abastecimiento libre de armas soviéticas, estamos lejos de la verdad: Ucrania no solo abastecerá a Yuri de tantas armas como pueda vender – en algún momento maneja el monopolio de las armas soviéticas –, sino que simbolizará el rápido paso del comunismo soviético al capitalismo más salvaje. La caída del comunismo en esta parte del mundo es aprovechada por Yuri, representante del nuevo capitalismo, con un furor impresionante que por fin se ve libre de vender sin miramientos. Al diablo los viejos ideales, los nuevos son más rentables, más llevaderos, menos complicados y rígidos. Por esto, cuando Simeon llega a ver al tío de Yuri, Dimitri Volkoff, general del ejército rojo, y se encuentra con que Yuri ya tiene depositada su bandera, se reúnen para discutir. Esta escena muestra el segundo encuentro entre quien tiene una brújula moral y quien piensa que es mejor guiarse por el olfato. Yuri entiende el nuevo mundo: ya no hay lugar para la política en la venta de armas, uno debe venderle a todo el mundo, incluso a aquellos que matan a sus compatriotas. Ahora Simeon es el amateur, se mofa Yuri. El viejo vendedor de armas le responde con una declaración de guerra: el problema con los vendedores de armas cuando van a la guerra es que nunca se quedan cortos de munición. Esto, sin embargo, no preocupa a Yuri: se sabe ganador del conflicto, pues el mundo es ahora lo que debería ser para un personaje como él: confuso, caótico, sin reglas e ideologías. Es el mundo del consumo, libre de disquisiciones morales o éticas. Un mundo que comprará armas, aunque no tenga dinero para alimentarse.

André Baptiste es el principal comprador de Yuri. Presidente de Liberia, tiene a su nación esclavizada. No sería justo decir que Yuri no padece culpas: después de verse forzado a matar a alguien con sus propias manos – lo que dice mucho de Yuri y sus reflexiones sobre cómo funciona su negocio es cuánto lo afecta esta muerte por ser su mano la que presiona el gatillo de forma directa –, se emborracha, llora, vagabundea y se entrega a la muerte, para darse cuenta que tal vez sufra la maldición de ser el ángel de la muerte y, como se supone que le pasaría a este, padecer la inmortalidad que debe sacrificar como tarea la mortalidad. André también es un personaje que ayuda a definir a Yuri, pues la violencia del presidente es tan radical que a menudo espanta al vendedor de armas, aunque también es verdad que no llega a convertirse en más que espanto su emoción. Yuri ve a Baptiste como un bárbaro, pero uno que paga bien.

Es irónico que sea la esposa de Yuri la que lo convence, brevemente, de dejar el negocio, pues su dolor lo afecta por ser palpable, cercano, palabras que puede comprender por la empatía y el amor y, paradójicamente, son las que lo alejan de otro tipo de empatía: comprende a Ava porque es cercana a él, la ve como semejante; las muertes de los demás son solo casualidades del negocio. Yuri no quiere dejar de vender armas porque es bueno en eso, en un negocio cuyos voluntarios son poquísimos por su peligrosidad, pues puede ser arrestado un día o asesinado al otro, donde las recompensas son tan grandes como la amenaza de muerte. Pero como dice el dicho, “gallina que come huevos…”, y Yuri volverá a las andadas, no tanto por la ambición – su esposa le dice que tienen suficiente y todo parece indicar que es verdad –, como porque se rehúsa a dejar lo que ha conquistado: el suyo es un imperio intangible, él es un instrumento de la guerra, el Señor de la Guerra, como bien lo bautiza Baptiste, un señor que participa del conflicto, alimentando el fuego del rencor, que odia los acuerdos pues “nada hay más costoso para un vendedor de armas que la paz”.

The Lord of War es una película que simboliza muy bien la victoria del capitalismo, aquel capitalismo que se lee como libertad y que gozamos cómodos en una parte del mundo, mientras en otra muchos mueren castigados por reclamar por sus derechos. Aunque Yuri no lo crea, en realidad forma parte de la nueva política, que intuye cuando le dice a Valentine que sus esfuerzos por retenerlo en una carceleta son inútiles: los países más poderosos necesitan alimentar la guerra entre los que tienen menos poder, para apropiarse de sus territorios y, si pueden, de sus mentes. Una buena película, cargada del cinismo necesario para no sonar a lección moral masticada.


El mal necesario...

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