Un comentario no tan coherente sobre "La fiesta del chivo"
Hoy desperté a las dos de
la tarde: estaba sediento, con un poco de dolor de cabeza y me di cuenta que no
recordaba tan bien algunos detalles de la noche anterior. Recordé, eso sí, mi
exaltación, la euforia que sentía porque había visto a algunos amigos que no
veía hace tiempo y las risotadas que nos sacamos hablando de todo con el tono
exagerado que usas cuando el alcohol reina y te sientes confundido en el grupo,
único y también parte de, homogéneo en el disfrute y heterogéneo en lo que
piensas en medio de una noche que deseas que se quede en tu memoria.
La edición que leí
Ahora, la noche me está
pasando la factura y me siento cansado a pesar de haber dormido y sin ganas de
escribir, sin el estímulo necesario para ver una película, sin la paciencia
para desarrollar un nuevo tema. Estoy más viejo, eso es, y atrás quedaron los
días en los que podía beber mucho e ir a jugar partido al día siguiente, o
manejar bicicleta, comer con apetito y todavía por la noche ir al cine o
mataperrear con mis patas, bulliciosos, satisfechos con nuestra insatisfacción.
El cuerpo me dice que debo bajarle y yo me rehúso, obstinado en la euforia.
Y ya que no puedo ver la
película de la que iba a hablar hoy – me siento un poco más sensible sobre la vergüenza
ajena y prefiero verla cuando mi cerebro esté más calmado –, escribiré sobre un
libro cuyo tema he discutido un poco esta semana, sobre todo a raíz de lo que
está sucediendo con los venezolanos y tanta idiotez que he escuchado y leído
sobre por qué deberían resistir o pelear por su país, etc. Escribiré un poco
sobre “La fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa.
Ya en el pasado hice un
post sobre mi desacuerdo con aquella máxima imperante – sobre todo hoy en día,
tiempo de lo políticamente correcto – de que un artista está obligado a ser una
buena persona. Ayer, mientras hablaba con dos amigos y esperábamos al resto,
les dije algo que he pensado de vez en cuando: si yo, enojado con Lars von
Trier porque hizo una declaración desafortunada o acosó a Bjork, dejo de ver
sus películas como manera simbólica de vengarme, hacer justicia o castigarlo,
realmente a quien castigo es a mí. ¿Quién pierde si dejo de verlo, Lars o yo?
Si nos vamos a basar en la bondad de los artistas para medirlos, terminaríamos deshaciéndonos
de más de la mitad de obras de arte.
¿Qué relación tiene esto
con “La fiesta del Chivo”? Que su autor, Vargas Llosa, no le cae bien a todo el
mundo. Bueno, como le he dicho a algunas personas, una cosa es beberme un par
de chelas con él y hablarle como si fuera mi pata, y otra es leer sus libros y
disfrutarlos. No hay que ser mezquinos: Vargas Llosa es un buen novelista. Será
capitalista, a veces no tan acertado en sus opiniones y muchos critican sus
ensayos, pero no voy a negar que “Conversación en La Catedral” es una de las
mejores novelas que he leído o que la novela de la que escribiré hoy no me hizo
repensar muchas cosas. El arte, estoy cada vez más convencido, puede redimirte
de ser una mala persona: puedes ser un pan de dios y no dejar un carajo para la
posteridad, morir anónimo sin hacer daño e influenciar a tu entorno, todo bien
con eso, pero también puedes ser una rataza artística y tu voz, si es potente,
irá más allá de tu tiempo, actual incluso en los momentos más futurísticos. “La
fiesta del Chivo”, en este caso, me parece un ejemplo.
Como en otras novelas, usa narradores corales,
pero la que siempre estará en la narración es Urania Cabral, hija de uno de los
políticos más cercanos a Trujillo, el dictador dominicano. Urania emerge una y
otra vez, la Urania adulta que ha vuelto a República Dominicana después de
muchos años de ostracismo en Estados Unidos. Ha vuelto para ver a su padre,
postrado a una vida senil por un derrame cerebral. Se ve, desde el principio,
que Urania lo desprecia, pero también nos damos cuenta que el odio se ha ido
disipando, diluyéndose con los años, pues Urania lo que busca con ese encuentro
no es putear a su padre, creo más bien que lo que intenta, lo que ha intentado
todo ese tiempo es comprender. Tiene motivos para odiarlo, eso lo sabemos casi
al final de la novela: Urania no se relaciona con los hombres, les teme y la
asquean, el trauma ha dominado su vida. Si – aquí adelantándome un poco – ella
le teme a Trujillo y su recuerdo la ha hecho temer siempre, a su padre lo odia
porque, como suele suceder, el odio está enraizado en el amor que le tenía, el
amor de una hija que se preocupaba por su padre y esperaba protección de él. No
es raro que tenga miedo de los hombres, ya que fue su propio padre, el hombre
más importante para ella en su niñez y primeros años de adolescencia, quien
traicionó su confianza.
El otro personaje que
aparecerá siempre – de hecho, la novela revive el último día de vida de Trujillo,
las consecuencias de su asesinato y también el día, años después, que Urania
vive en República Dominicana, el día en el que ha vuelto para ver a su padre –
es Trujillo. No sé cuánto Vargas Llosa se habrá documentado, pero el retrato
que hace del dictador me parece genial. Egocéntrico, maniático, algo
acomplejado, narcisista, arrogante, y con un delirio de grandeza enorme que lo
hace creerse un elegido divino, Trujillo se nos aparece como un personaje
burlón, asistimos a lo que piensa, sabemos cómo puede sonreír mientras odia, y
también, oscuramente, comenzamos a entender que algo lo obsesiona, el recuerdo
de una muchachita, un esqueletito,
como la llama en su fuero interno, que lo ha visto temblar. Trujillo hace
temblar a las personas, que lo vean temblar es imperdonable. Sus obsesiones –
obsesiones que en parte son comunes en nosotros los hombres – están
relacionadas con su destreza sexual, con el recuerdo de años mejores, con la
decadencia de su cuerpo. Uno de los aspectos que más me gustaron – por mi vena
sádica, supongo – y me espantaron a la vez fue la manera en la que Trujillo
tenía nerviosos a sus seguidores, a los políticos que estaban apoyándolo: cada
cierto tiempo un político tenía que “caer en desgracia”, ser alejado de la luz
que emitía el dictador, para que, parafraseando, se diera cuenta que todo lo
que tenía y era se lo debía a Trujillo. Así, el dictador gozaba de aquellas
pruebas, como si fuera el dios de “Preacher”, un sádico que te mandara los
peores castigos solo para probar tu fe, para saber que, a pesar de todo, sigues
amándolo. Urania le pregunta eso a su padre – que no puede responder –, le
cuesta entenderlo. ¿Y cómo hacerlo? Trujillo hacía caer en desgracia por
capricho, por sospecha, como también se tiraba a las mujeres que quisiera,
casadas, solteras, casadas con sus hombres de confianza y lo presumía en
público. Pero era celebrado, temido, incluso amado – lo más desconcertante –
por las personas. ¿Por qué?
Pequeño documental
Cuando leí la novela
tenía veintidós o veintitrés, no recuerdo bien – quizá era más joven – pero lo
que sí recuerdo es que me sentí intrigado. ¿Quién era este hombre al que todo
el mundo le temía? Como pone Varys en la serie “Juego de Tronos”, el poder
reside donde la gente cree que reside. A Trujillo le temían sus generales, sus
políticos, las personas en general, y también parecían quererlo. Un solo hombre
que había reunido en su persona algo semejante a la omnipotencia, a la
omnisciencia – por sus espías, los “caliés” – dominaba a su antojo un país
entero. Sí, Estados Unidos y sus intereses lo mantuvieron en el cargo,
ayudándolo y haciendo de la vista gorda por buen tiempo, eso no es un secreto,
pues los estadounidenses ayudarán a una dictadura sangrienta siempre y cuando
sea capitalista, tenga la camiseta del mismo equipo y esté de acuerdo con sus
disposiciones en el gran juego mundial, pero eso no era todo. Como bien sale en
la novela, si los dominicanos, trujillistas rabiosos, hubieran visto a los
asesinos del dictador el mismo día de su muerte, los habrían matado sin
contemplaciones. Lo amaban, le temían. Youtube ya existía, pero no era tan
famoso y tan vasto como hoy. Tuvieron que pasar algunos años hasta que pude ver
una entrevista al dictador y me sentí aún más confundido: lo primero que pensé
es que parecía un abuelito risueño. Antes, cuando vi sus fotos en Google, pensé
que tenía pinta de marica. Entonces pensé que, así como cuando te vas a pelear
en el colegio y te entra miedo porque todos te dicen fulano te va a sacar la
mierda, sabe mechar, y ya te hiciste una idea de lo que es él y eres tú,
mientras que si no hubieras sabido nada quién sabe, tal vez te lo volabas de un
combo, Trujillo había amasado todo ese miedo porque tuvo al tiempo de aliado,
fuera de los militares. No sé por qué se me ocurrió que si te lo encontraras en
la calle podías haberlo golpeado sin problemas: no, claro, es que eso no podía
suceder, pues detrás de aquel hombre calvo y viejón estaba un nombre, un
prestigio, un aura de miedo. Así funcionan las cosas.
Una entrevista a Trujillo
Y por eso pensé en
Venezuela.
Escucho a mucha gente
decir “peleen por su país”, mientras veo que la indignación que deberíamos
tener por lo que está sucediendo en el nuestro no va para más, está
embotellada, tranquila, pues asumimos que así ha sido siempre. Deberíamos
recordar que los militares están con Maduro, la cosa no es tan simple. Los que
se atrevieron a matar a Trujillo fueron un grupo de personas que tomó en cuenta
la posibilidad – gran posibilidad – de que morirían en el intento y lo hicieron
con decisión. Matar a un tirano debe ser aterrador, y enfrentarte a la idea de
que vas a morir, siendo antes torturado… como dice el tío Buko, el valor del
imbécil cualquiera puede tenerlo. Pero es cuando has pensado a fondo en las
consecuencias de lo que vas a hacer y aun así lo haces cuando se te puede
reconocer valiente, consecuente. Y no sé cómo he terminado metiéndome a hablar
de esto, puede ser que el alcohol aún esté abriéndose camino en mi cerebro.
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