La locura, la impertinencia y la bufonada como elementos necesarios: el vacío desesperanzador de Revolutionary Road
Hace unos días me
encontré con un video que amenazaba con hacerse viral: un burro paseándose con
tranquilidad en una estación de bomberos en Venezuela. Ahora, este no era un
burro común, había sido llamado “presidente Maduro” entre risas por los
bomberos. Las bromas eran algo ocurrentes, pero nada del otro mundo, parecidas
a las que alguien con solo un poco de ingenio puede hacer a costa de alguien
más. Si la broma no era tan ingeniosa, debe reconocerse que sí cargaba con un
atrevimiento inspirador – aunque para algunos suicida –, pues, en la situación
en la que está Venezuela, atreverse a insultar a nada menos que el jefe del
país – un país arruinado y sometido a una dictadura militar –, es jugarse el
futuro por algo que bien puede evitarse. Una cosa es que yo me ría de Maduro
desde la seguridad de mi habitación en Lima, o que lo haga con mis amigos en un
bar del centro, pero yo no estoy en Venezuela: para burlarse de alguien que
ostenta todo el poder, demuestra un comportamiento paranoico, y parece creer
que está en lo correcto, necesitas estar convencido – incluso a un nivel
inconsciente – de la utilidad de la broma. Se le llama “Maburro” a Maduro, es
verdad, pero hacer pública la burla es lo que parece que le costará a los dos
artífices de la misma, Ricardo Pietro y Carlos Varón, hasta veinte años de
prisión.
Habría que preguntarse,
¿por qué tomarse una broma tan en serio? ¿Es que una broma puede o tiene el
poder de removerme del poder? Yo tengo la sartén por el mango, una broma no
podrá conmigo. Pues creo que los dictadores y tiranos se dan cuenta del poder
de las bromas y que estas, bien llevadas y difundidas, tienen la capacidad de
horadar el miedo que inspira el tirano de turno. El poder tiránico y corrupto
no se lleva bien con las bromas: estas son incontrolables, la risa se vuelve
refugio y se esparce como virus, rápida y letal; nos quita el temor y la prudencia.
Mientras reímos nos encontramos a salvo,
parecería ser el caso: olvidamos por un momento que aquel de quien nos reímos
puede acabar con nosotros. La risa es nuestro escudo contra el terror, y a la
vez es nuestra lanza contra el mismo.
Ya he mencionado el poder
de lo cómico y la irreverencia en otros apartados de este blog. Ahora me iré un
poco más allá y hablaré un poco de la locura. No la locura como es entendida
ahora, angustia psicológica calmada con pastillas que no logran revertir la
enajenación en un mundo de por sí enajenante: esta entrada tomará prestado el
término de Erasmo de Rotterdam, en donde la locura – también traducida como
estupidez – es, en realidad, el poder de la clarividencia con toques de
comedia. La sabiduría despojada del ropaje solemne aunque, en realidad, creo
que la sabiduría es lo suficientemente sabia para despojarse de cualquier tipo
de ropaje que la apriete demasiado.
Se me ocurrió la entrada
porque ayer estuve en una reunión social: uno de mis amigos ha obtenido su
grado de Magíster y fuimos a celebrar como se hace en estas ocasiones, con
cervezas y entre risas. En algún momento se tocó el tema de una pelea por redes
sociales en la que uno de mis amigos se peleó con la que ahora es mi ex jefa.
La pelea parecía solo tratar sobre el aborto – mi amigo es pro vida y mi ex
jefa pro elección de aborto legal –, pero yo detecté algo más a raíz de los
comentarios y participantes que se unieron a la batalla: la incapacidad de
entendimiento. Ahora, es verdad que todos tenemos límites y a veces no puedes
tranzar sin perder respeto por ti mismo, pero pienso que hemos llegado a una
época en donde estás conmigo o contra mí. El diálogo se ha vuelto cada vez más
complicado, más tortuoso. Añadimos a esta incapacidad contemporánea que todas
estas peleas se vuelven más comunes en las redes sociales – la plataforma, el
espectáculo, poder ser yo una celebridad en el reino con potencialidades
infinitas de mi muro – y tenemos los ingredientes de una bomba: si yo puedo
discutir frente a frente contigo y podemos, quizá después de mucho tiempo,
ponernos de acuerdo en que no estamos de acuerdo, las redes sociales facilitan
que yo pueda insultarte y recibir un insulto porque no coincidimos en nuestras
opiniones, confundiendo opiniones con personas; triste, pues creo que una persona
es más que sus opiniones – estas pueden tener muchas razones para estar allí –
y si perdemos el respeto por una persona en base a lo que opina, pues
deberíamos considerar que todos, en mayor o menor medida, somos falibles:
dejaríamos de tener amigos porque siempre una, aunque sea una de nuestras
convicciones ofenderá a alguien cercano. En ese sentido le doy la razón a
Zygmunt Bauman cuando habla de las redes sociales como espacios cerrados y no
de comunicación real: esta requiere de herramientas para desarrollarse, y
estamos perdiendo las herramientas por el mundo virtual en el que tenemos
solamente a los que piensan como nosotros, pues estamos a solo un click de
eliminar a quienes sean disidentes de nuestras sacrosantas concepciones.
Esta vez me he demorado
más de lo que pensaba en lo que sería una introducción. Era necesaria, en
realidad, pues leyendo entre mis papeles encontré un artículo que escribí sobre
el poder de la locura y su constitución en amenaza para un discurso
autoritario. Coetzee tiene un brillante ensayo sobre la censura, “Contra la
censura”, en el que analiza de qué forma Erasmo de Rotterdam intenta crear una no posición para poder criticar al clero
y a la nobleza: usa la figura del bufón, pues este es un loco tocado por los
dioses para decir la verdad de tal forma que cae simpático. En el artículo que
escribí sostenía – y aún lo hago – que Erasmo se equivocó en pensar que el
poder de la verdad está sujeto a la figura del enunciador: la verdad es la
verdad – y en esto me pongo pensado con esto de la posverdad y mis amigos
relativistas – y retiene su poder, con independencia de quién la diga – y como
la diga. Erasmo terminó atacado y pobre por su atrevimiento de juzgar a su
época sin tomar bandos – y, a veces, elegir un bando es ganar enemigos, no
necesariamente aliados – y esta es una lección: la verdad tiene el filo
necesario para cortar a aquellos que sostienen sofismas, aunque estos digan que
lo hacen porque creen hacer bien. Las bromas del bufón solo son celebradas si
critican a personas que no están en la cúspide de la pirámide, pero son temidas
– y castigadas – si su blanco es el vórtice del poder o las estructuras que
sostienen el mismo. La locura tiene algo de clarividente y mucho de
atrevimiento: está más allá de la diplomacia y el buen decir, la diana es la
verdad, desestabilizar.
Podría mencionar ejemplos
de locura y verdad en el cine y la literatura, pero me quedaré por esta tarde
con “Revolutionary Road”, dirigida por Sam Mendes. En esta película del año
2008 vemos de nuevo juntos a Leo DiCaprio (Frank) y Kate Winslet (April),
pareja que vive en los suburbios en una hermosa casita, tienen dos hijos y amigos
con los que se reúnen, la mujer que le vendió la casa y el marido, y también
una pareja vecina. Frank trabaja de vendedor en el mismo lugar en el que
trabajó su padre; April quiere ser actriz, pero parece no lograrlo. Hasta allí
parece ser una pareja anodina de gringos que viven el sueño americano, es
decir, viven sin grandes preocupaciones y dejando pasar los días en la
tranquilidad familiar de haber conquistado los sobresaltos a base de alimentar
una rutina. Pero, como sabemos, esto no puede sostener una película.
El vacío desesperanzador...
La
base de su matrimonio fue la expectativa: April conoció a Frank en una fiesta y
le pareció un tipo interesante, lleno de vida y sueños; April tiene sueños
también: conectaron porque se hallaron fascinantes en su búsqueda de una vida
más allá de lo ordinario. Todos podemos tener sueños de grandeza alguna vez,
pero para lograr algo más allá de lo convencional hace falta testarudez,
incluso diría que más que talento – pues si el talento es la materia prima, la
testarudez es el combustible para moldearla todo el tiempo –; Frank y April han
envejecido, se dieron cuenta que sus mejores años se fueron entre recuerdos y
que la vida, con paciencia, transcurre escurridiza.
Entonces
April tiene un momento de epifanía: vámonos a Paris.
Con
entusiasmo, le comunica esta idea a su esposo: ¿por qué conformarse con esa
regla tácita en la que después de tener hijos todo acaba? April se ofrece a
trabajar mientras su esposo escribe; ambos podrían alcanzar la dicha, aún está
allí, sacándoles la lengua. Frank, indeciso, llega a aceptar – quizá sin creerlo
del todo – en la idea de su mujer. Se ponen en marcha los planes, lo anuncian a
los vecinos. Todo parece que irá bien en este matrimonio. Y aquí aparece el
hijo de los agentes de bienes raíces, John (Michael Shannon).
John
es un matemático, pero también es un demente. Ha sido hospitalizado y sometido
a electroshocks. Un poco brusco en sus maneras y con el estigma del orate, avergüenza
a sus padres en la visita, pero conecta con el matrimonio en relación con la decisión
que este tomó de irse a vivir a Francia. La pareja menciona que desea escapar
del “vacío desesperanzador” en el que se ha convertido su vida. Admirado, John
les responde, “mucha gente puede ver el vacío, pero se necesitan agallas para
ver lo desesperanzador” (mi traducción). Así, Frank y April sienten que han
conectado con John, ya que es el único que entiende sus deseos de viajar: sus
vecinos y amigos no pueden comprender estos deseos, contrarios a la estabilidad
que se espera en una pareja casada con hijos; el establecimiento es una regla
no escrita, pero obedecida a cierta edad.
El
problema surge ante el embarazo de April y la decisión de Frank – que no estaba
del todo convencido de la idea de París y ha recibido un ascenso que no
esperaba y que es una tentación que lo enraíza
– de quedarse donde están. Frank pelea
con su esposa, los argumentos que maneja el marido son débiles. April,
decepcionada de su marido – y también de su decisión de escogerlo como tal –,
se acuesta con su vecino, quien siempre ha estado enamorado de ella; como suele
suceder, este solo ha sido una eventualidad: sus anhelos amorosos son
rechazados sin demasiado trámite.
En
una nueva visita amical, los ex agentes y John conversan sobre el futuro viaje,
pero Frank les anuncia las nuevas: April está embarazada, deben quedarse. La escena no puede ser más tensa y mejor
lograda: John pregunta, ¿y no nacen bebés en Europa? Frank responde, calmado,
que es una cuestión de dinero: arriesgarse a tener un bebé sin estabilidad es
irresponsable. John, sin embargo, contraataca con una línea que a mí me parece
reveladora: el dinero es una buena razón, pero casi nunca es la verdadera
razón. Aquí comienza a ponerse agresivo y desenmascara a la pareja poniendo el
dedo en la llaga: es la cobardía ante lo desconocido la que los motiva a
quedarse donde están, en ese “vacío desesperanzador”. Si cuando recién se
conocieron, el matrimonio sintió un vínculo empático con John, ahora Frank
reacciona con violencia contra él, porque sabe que los entiende y por qué están
renunciando: es mucho más fácil no hacer nada, pues así no se corre el riesgo
de fracasar. Frank explota, lo llama loco, el rostro agestado del que sabe que
han dado en el blanco, mientras April, impasible, fuma. La locura de John
consiste en decir la verdad, en no intentar sostener esa farsa que llamamos “buenos
modales”, que muchas veces es la manera educada de llamar a la hipocresía.
Cuando John se va, la pareja discute de nuevo: la locura ha irrumpido, certera,
derrumbando la estructura frágil de las mentiras que solo cubren el miedo al
cambio.
Enfrentamiento con John
El
valor de John reside, justamente, en que dice lo que el matrimonio piensa, pero
en voz alta: está más allá de las convenciones sociales, donde se tiene
cuidado, diplomacia, y nadie puede echarle a otro en cara la cobardía, pues en
mayor o menor medida, todos llegan a establecerse y adoptar las convenciones
sociales en nombre de la madurez. John sufre de una locura que podría ser el
equivalente al mal de Cassandra, pero no es desestimado por lo que dice: la
verdad es tan evidente que lo único que se puede hacer es molestarse con él y
etiquetarlo de loco para ignorarlo.
Para terminar, pienso que
la locura, este tipo de locura – que puede llamarse impertinencia, sinceridad –
debe cultivarse: la locura de aquel que usa la broma y la denuncia sin tener
miedo, pues el miedo se lleva lo mejor de nosotros.
Buen aporte, te dejo un enlace de mi blog sobre películas y series, un saludo
ResponderEliminarhttps://www.kaliseries.com/
Muchas gracias, prometo revisarlo.
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