La desgracia de envejecer entre el deseo y el rencor: Desgracia, de Coetzee y su adaptación al cine
No sé si le suceda al
común de las personas, pero lo que es a mí me pasa que sufro una muy mala
versión de la llamada “vergüenza ajena”: me angustio, siento que no puedo
seguir mirando y a veces me pongo a pensar qué hubiera hecho en la situación
angustiante. La que más puedo recordar me sucedió con “The King of comedy”, la
película de Scorsese, pero no escribiré sobre esta hoy. Desde hace un par de
semanas tenía previsto escribir sobre “Desgracia”, la novela de Coetzee, y
también su adaptación al cine. Sucede que en estos tiempos extraños en los que
nos convertimos en amos de la moral con sed de venganza y reivindicación me
pareció la obra del escritor sudafricano una de las más vigentes, pero me tomé
mi tiempo en ver la película. Leí la novela hace dos años, mejor dicho la
devoré. Coetzee tiene el don de angustiarte a través de sus líneas. Una vez
terminada, me enteré de que existía una adaptación al cine dirigida por Steve
Jacobs. Escéptico – por tantas pésimas adaptaciones que se escudan en la
palabra “libre” –, me descargué la película, pero tuvo que pasar buen tiempo
antes de que me decidiera a verla, sobre todo porque el papel principal le correspondía
a John Malkovich – de los mejores actores que he visto –, que le daba ese
timbre lento, pausado y un poco pegajoso – como si degustara las palabras –, a
David Lurie, a quien nunca hubiera imaginado siendo interpretado por aquel actor.
La primera escena me desanimó de seguir viendo: aquí voy a angustiarme, pensé,
lo que es gracioso en una persona que ha podido ver “Saló o los 120 días de
Sodoma” sin hacer pausa ni una vez. Es irónica la manera en que la angustia
funciona y qué la inspira.
Esta vez trataré de hacer
un juego cruzado, debido más que todo a que la adaptación me parece muy fiel a
la novela. David Lurie – en la versión cinematográfica Malkovich – es un profesor
de Literatura en una universidad de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) que parece
haber conseguido la tranquilidad que necesita para poder vivir sin sobresaltos
a su edad: tiene un empleo estable dictando Literatura Romántica – sobre todo
Byron, su favorito –; goza de un sueldo estable y casa propia; tiene una
relación de amistad saludable con su segunda ex esposa – y se insinúa que también
con la primera ex esposa, la madre de su hija – y va todas las semanas a
encontrarse con una prostituta muy bella con la que puede manejar su deseo sin
negarlo, lo que parecería exigírsele a su edad. El conflicto con la prostituta
se desarrolla más en el libro: Lurie le hace preguntas muy personales en el
último encuentro y la prostituta desaparece. Más adelante se la encuentra con
un nuevo traje, el de madre y esposa. Un poco angustiado, logra conseguir el
número de teléfono, pero la voz femenina que contesta lo amenaza con
denunciarlo por acoso. En la película solo se insinúa el conflicto, pero no se
desarrolla, lo que nos arrebata aquel primer indicio de Lurie como un “sirviente
de Eros” – en realidad sirviente desesperado, diría yo –, y pasa directamente
al conflicto con su alumna. Como dije, el Lurie del libro no me parecía John
Malkovich, pues buen actor y todo no lo considero físicamente atractivo, pero
debo admitir que su tono cínico hizo bien el juego.
La versión del libro que leí
Ahora, el libro y la
película llegan al mismo cauce cuando Lurie se encuentra a Melanie Isaacs. Es
cierto, Lurie tiene otro intento de seducción, pero no es tan importante,
excepto en la medida que vemos lo ansioso que está de desear y dar rienda
suelta a su deseo, incluso de amar y ser amado. Melanie, su estudiante, es
presentada como una muchacha esbelta, atractiva, y Lurie la invita a su
departamento, en donde beben y hablan sobre Literatura. El desencuentro es
evidente, pero Lurie insiste: la frase que le suelta sobre el deber de una
criatura bella de compartir su belleza es básicamente el mismo. Si se inicia
una relación consensuada o no es jodido de decir, ya que no podemos negar que
la voluntad de Lurie es mucho más fuerte que la de la muchacha, quien
pasivamente acepta tener relaciones sexuales con él – esto no quiere decir, por
cierto, que yo vaya a soltar maniqueamente “violación”, sobre todo cuando la
práctica es repetida –: en todo caso, Melanie no parece disfrutar de las
relaciones con Lurie y a este parece importarle muy poco que ella lo haga: la
quiere para disfrutar él, nada más. La película escenifica este desacuerdo en
una escena en particular, cuando él está sobre ella, pujando y gimiendo
mientras ella solo cierra los ojos, entregada a lo que parece creer inevitable.
Trailer... no encontré una escena
Como dije, tanto en el
libro como en la película la relación – si por relación podemos entender un
acuerdo, afectivo o no, pues existen relaciones de dependencia, jerárquicas,
etc. – entre ambos continúa, pero también en ambos Melanie está cada vez más
callada, más huidiza, lo que comienza a enloquecer a Lurie de deseo y urgencia.
De pronto aparece el salvador, un muchacho provocador que comienza a aparecerse
en clases y reta al profesor. Se hace obvio en la película – y es más sutil en
el libro – que este muchacho está relacionado con Melanie. La discusión sobre
el Diablo, de Byron, corresponde ciertamente al momento que están atravesando:
la maldad del diablo obedece a impulso, puedes simpatizar con él, pero también
saber que su locura lo condena a la soledad. Como el demonio byroniano, Lurie
es un hombre de deseo que no quiere rendirse ante lo que se considera correcto,
al retiro del cuerpo en pos de los convencionalismos del buen envejecer. Pero,
como Lucifer, su locura es vista con espanto y asco por los que lo rodean.
Lurie comete un error por
su deseo: falsifica una asistencia a clases de Melanie, que se había retirado
del curso. Esto jugará en su contra cuando ella interponga una demanda de
acoso.
Ahora, ¿es que Lurie
desea defenderse?
El padre de Melanie – en ambos
formatos – se aparece en la universidad a confrontar al profesor, acusándolo
del daño terrible que le ha hecho a su familia. Esto sucede delante de alumnos
y maestros, el daño ya está hecho. Lurie no puede esconder lo que ha sucedido,
pero, como puse antes, no parece interesado en hacerlo. En el libro el narrador
se explaya en el punto de vista de Lurie: sabe que algunos de sus jueces son
profesores que lo odian, profesoras con puntos de vista feminista – feminismo extremo,
claro está – que ya lo han crucificado, que piensan en él como una mancha para
la virtud del cualquier alumna que esté en el campus. Se le invita a dar su
descargo, pero él no quiere darlo. “Soy un sirviente de Eros”, declara, con
ironía. Le dan opciones, pero él admite culpa. No quiere suplicar por su vida,
poner en la balanza de aquellos hombres sus pasiones, pues ponerlas sería admitir
que no debió hacer lo que hizo porque la condena social era inevitable. Lurie,
con un orgullo inadmisible para sus colegas – que le piden una disculpa
pública, terapia, consejo legal, de todo para, una vez actué de la forma que
esperan, deliberar su suerte si ven sinceridad en sus actos –, admite su culpa
y se niega a disculparse. Con esto sale de la universidad, no sin antes
declarar, ante la pregunta de una periodista sobre si se siente arrepentido, que
ha sido enriquecido por la experiencia.
Aquí el primer acto
termina.
A diferencia de la
película, en el libro Lurie cena más de una vez con su segunda ex esposa. Esta,
desdeñosa, le da consejos y recriminaciones sobre su papel ridículo en la
seducción de una joven, por muy atractiva que fuese. Lurie escucha, sonríe,
pero lo que está en su cabeza una y otra vez es la validez de su deseo, el no
necesitar justificarlo. Esto me hizo recordar a otro post que hice hace unas
semanas cuando escribí sobre “La casa de las bellas durmientes”: el deseo, a
cierta edad, es visto no tanto como un pecado, más bien como un insulto a la
juventud, a los que tienen la licencia – incluso el deber – de desear y gozar
con ello. Con esto, Lurie decide hacerle una visita a su hija en el campo,
escribir una ópera sobre Byron – el gran gozador – y piensa no volver a la
docencia. Está tranquilo, aún tiene su pensión y cree que puede seguir gozando
de su vida, es más, gozándola en libertad.
La relación con su hija
más parece la que tendrían dos amigos lejanos. Ella lo llama por su nombre la
mayor parte del tiempo, está sola en casa y ha tenido una novia. Vive
acompañada de sus perros y su propiedad está al lado de otra, la de Petrus,
hombre de pocas palabras que parece siempre lucir una sonrisa. Petrus y Lucy,
la hija de Lurie, representan el universo post apartheid en el campo, en donde
se ven obligados a convivir en un marco aparentemente horizontal. Las cosas,
sin embargo, no son lo que parecen. Petrus tiene más poder que Lucy y se
encarga de hacerlo notar en pequeños detalles; Lucy está sola; Petrus entra en
su casa cuando quiere, valiéndose de que la ayuda con los perros o en diversos
quehaceres. Lurie no está contento, pero intenta adaptarse al ritmo de vida de
su hija, diferente a la vida académica y urbana que ha tenido. En el libro las
idas y venidas con la ópera de Byron son también motivo de reflexión, pero algo
que ambos formatos comparten es una escena muy significativa: cuando discuten
padre e hija sobre lo que le ha sucedido al primero en la ciudad, Lurie le
cuenta una historia: el vecino tenía un perro y este, ante el olor de las
hembras, se exaltaba. El dueño lo golpeaba “con regularidad pavloviana”, lo que
le creó el reflejo de que, al solo olor de las hembras, el perro comenzaba a
gimotear, bajando las orejas y escondiéndose. Lucy, sorprendida, le pregunta a
su padre por el punto de la historia. Lurie responde que un perro puede aceptar
que le peguen por morder ropa, pero el deseo es otra historia. “¿Entonces a los
hombres debe permitírseles seguir sus instintos libremente? ¿Esa es la
moraleja?”, es la pregunta de su hija y de tantas mujeres en estos años
confusos. “No. Lo indigno de esta historia es que el pobre perro había
comenzado a odiar su propia naturaleza. No necesitaba ser golpeado para
castigarse”. Una vez más, en tiempos maniqueos como estos, desear está cayendo
poco a poco en lo innoble, lo innecesario, mientras que las soluciones virtuales
se ofrecen como la solución más adecuada, menos costosa – quizá no en dinero,
pero sí en emociones – y más gratificante, todo desde la soledad.
El deseo, sin embargo – y
esta es mi opinión – no tiene que ver con lo que le sucede a Lucy. Al llegar a
casa, David y su hija se encuentran con tres muchachos que los miran
expectantes. Piden el teléfono. Está de más decir que David y su hija son
blancos, descendientes de los colonos y esclavistas; tanto Petrus como los tres
muchachos son negros. Lucy accede – con inocencia, tal vez con forzada fe, la
fe de aquel que se resiste al prejuicio, a pesar de que en ocasiones puede ser
lo más sensato –, guarda a los perros guardianes e indica que solo uno de ellos
puede seguirla, pero lo que seguirá es la violencia más representativa de
rencores y ajustes de cuentas. David será golpeado y quemado en parte del
cráneo, de milagro no pierde el ojo; Lucy será violada por los tres hombres.
Sabemos que sucede, tanto en el libro como en la película, pero en ambas
presentaciones todo será desde el punto de vista de David: asistimos a su
angustia por salvar a su hija, encerrado en el cuarto de baño, como también
observamos el fuego provocado por la crueldad de los invasores. Cuando los
muchachos se van, después de haber matado a los perros y robado diversos
enseres – y el auto de Lurie –, Lucy saca a su padre y van al hospital. Las
heridas de ambos, como es obvio, van más allá de lo físico.
¿Qué se hace en una
situación semejante? Bueno, en pleno siglo XXI lo que se haría es denunciar la
violación, el ataque, el robo, y la prensa cubriría el ataque al máximo. Pero
estamos en la Sudáfrica después del apartheid: el rencor está vivo, los ajustes
de cuentas moneda corriente a pesar de personas como Mandela y su ideal de
reconciliación. Zygmunt Bauman escribe que se rehúsa a creer que es inevitable
la venganza ante el daño inmenso, como tampoco el odio en vez del
agradecimiento en situación difícil – y vergonzosa – puede ser una opción.
Estoy de acuerdo con él, pero no todo el mundo es capaz de renunciar a la
retribución. Lucy, descuidada, sin bañarse por unos días, engordando un poco,
le dice a su padre que sintió que sus violadores la miraban como si ella les
debiera algo: la violación, no sé en dónde escuché esto, no es un acto de
deseo, sino de violencia. No se viola a alguien por deseo, sino para quebrar
una voluntad. David le insiste a Lucy para que deje la granja, que visite a su
madre en el extranjero y, cuando se entera de que no ha denunciado la
violación, que lo haga, pero ella no quiere. Lucy entiende que en los nuevos
tiempos se ha perdido algo – algo que quizá se llamaría brújula moral, pero en
realidad se ha perdido la protección de la que gozaba un sector de la población
–, y ella no quiere renunciar al lugar que ha decidido llamar hogar. Se puede
interpretar la conducta de Lucy de muchos modos; yo, particularmente, creo que
ella también siente que algo debía, como muchos hombres ahora creen – de manera
estúpida, diría yo – que son culpables históricos, herederos contaminados por
el pecado original de haber nacido con pene.
Las cosas cambian para
David y su hija. Lurie se involucra con Bev Shaw, amiga de su hija, mujer ya
entrada en años y carnes con la que David nunca se hubiera imaginado, llegando
incluso a despreciarla en su fuero interno, comparándola con una versión
envejecida y pueblerina de Emma Bovary – piensa que Bev debe estar celebrando “tengo
un amante”, como la novedad más novedosa de su gris existencia –, pero también
es la relación con Bev, junto con los otros acontecimientos, los que le
muestran una faceta diferente de sí mismo: la humildad, el hecho de que la vida
puede tomarte por los pies y sacudirte sin que puedas hacer nada. Sus
conocimientos académicos no han sido suficientes para salvarlo de lo que le
sucedió a su hija, embarazada por la violación y a punto de casarse con Petrus,
quien dice que el matrimonio con Lucy la mantendrá a salvo – a cambio ella le
cederá la tierra, pero se quedará con la casa: el hijo parece simbolizar su
unión y quizá sumisión ante el nuevo orden de las cosas –, como tampoco lo salvaron
de sentirse tan inútil. David busca al padre de Melanie y le pide perdón, busca
también a Melanie, pero el novio lo corre con burlas del teatro al que fue a
verla. Al final, entre este escenario tan incierto, David se queda de asistente
de incinerador de Bev Shaw: se encarga de llevar los cadáveres de los caninos
muertos al horno.
La novela, como escribí
antes, carga con una angustia en crescendo. La película es una muy buena
adaptación, de las mejores que he visto sobre libros: le hace justicia.
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