Viaje de regreso e ideas dispersas sobre "The man from earth"


El sábado pasado fue un día diferente para mí: desperté temprano, esperé a mi hermana para intercambiar maletas – ella llegaba y yo me iba; su maleta tenía rueditas – y me dirigí a la terminal de autobuses de Retiro, para mi viaje de vuelta al Perú. Me sentía emocionado, aunque no tanto como cuando estaba en el aeropuerto en diciembre del año pasado – el sábado sentí la emoción y, sobre todo, el alivio del regreso; en diciembre, la excitación ante lo desconocido de una aventura que se presiente te cambiará – y, después de sudar bastante por las dos enormes maletas, más la maleta de mano, que tuve que arrastrar hasta la bodega, me encontré listo para esperar las casi dos horas que me separaban de mi asiento número 44 – al final y junto al pasillo – y de mis largos tres días de viaje de vuelta a Lima, a mi barrio, mi familia y amigos. Trataba de no hacerme a la idea de lo duro de 72 horas de viaje, aunque lo que más me atormentaba era hacerme a la idea de cómo podría dormir – soy muy malo durmiendo en viajes de bus. Esto fue lo que me alejó de escribir mi entrada de cada domingo y, también, lo que me hizo alejarme del teclado casi una semana, pues necesitaba – y creo que aún necesito – hacer un balance de mi experiencia en el extranjero. Para hacerlo, debía concentrarme en mí mismo. Eso es lo que he hecho en estos días, incluso en el viaje: casi no leí, me la pasé mirando por la ventana, conversando un poco con mis compañeros de viaje y viendo malas películas de acción dobladas al español.

Mientras miraba las películas y las ponía en pausa cuando una escena se me hacía particularmente insoportable – cargada de clichés, bromas que quizá en idioma original sonarían menos trilladas, etc. –, pensé en la novela que terminé en Buenos Aires. Pensé en ella y recordé la película “The man from earth” (2007), dirigida por Richard Schenkman y escrita por Jerome Bixby. Para ser sincero, cuando vi la película revisé quiénes eran el director y el guionista, pero en el caso del primero creo que ni siquiera encontré una anotación en Wikipedia – recuerdo haber visto la película el 2008 –, mientras que en el caso de Bixby me enteré de que él era el responsable de “It’s a good life”, el relato corto en el que se basaron para el capítulo de “La dimensión desconocida” del mismo nombre. También supe que terminó el guion de la película poco tiempo antes de morir, muy muy poco tiempo. Debo agradecerle a un amigo mío, Germán, que me recomendó verla, de hecho me dijo algo como “vi esta película y pensé en ti. Debes verla”. La vimos en grupo, hace diez años aproximadamente, cuando con mis veintidós años recién ingresaba a la universidad – a Sociología, carrera en la que duraría dos años –, creía que nuestros domingos de amigos viendo películas y comiendo snacks durarían para siempre y me imaginaba la juventud como algo que se le escapa a todo el mundo, excepto a nosotros.

Y de eso se trata la película. O al menos, es una de las vetas de las que puede uno obtener algo.

Mientras observaba como cambiaba el paisaje por la ventana, desde Mendoza a Coquimbo (Chile), desde Coquimbo a Tacna, pensaba que viajar, incluso con el culo doliéndome por tantas horas sentado, era genial. Y también que uno necesita tiempo para hacer tantas cosas, y el tiempo se nos escapa de entre los dedos peor que agua. Les decía a mis vecinos de viaje que me hacía reír estar y no estar en Chile, conocer y no conocer Tacna. ¿Había conocido Chile? No, pero conocí un grifo y una carretera en Chile. ¿Llegué a ver algo de Tacna? Un restaurante. Estar y no estar en un lugar ajeno era parte de nuestro viaje y me hacía pensar en el tiempo, los lugares, estar de paso, en pausa. Y comencé a pensar que para disfrutar de un lugar se necesita tiempo, el elusivo pasar de los segundos que se convierten en algo que ya dejas de medir.

Y una vez más, recordé la película.

La idea parece simple: un profesor universitario se está mudando de improviso; sus amigos, algo resentidos, pero sin olvidar el afecto, lo visitan antes de que se vaya para una última cena de despedida. Entre comida chatarra y un J.W etiqueta verde la conversación parece fluir y estancarse en el silencio que se espera de alguien que no da explicaciones de por qué se está yendo. La privacidad es un lujo entre amigos, se espera una explicación. John Oldman (David Lee Smith), el protagonista, el viajero apurado, decide proponer una pregunta: ¿cómo luciría un hombre que hubiera vivido desde hace aproximadamente 15000 años? Esta pregunta comienza el juego y, más adelante, el estupor, la maravilla y el miedo entre los presentes.


La película completa está en Youtube, pero prefiero dejar el trailer. Existe una segunda parte. 

Y es más que obvio que este profesor que se revela como inmortal a lo largo de la noche no le da la razón a Borges.

A diferencia del inmortal del cuento borgiano, John Oldman recuerda, disfruta, acepta su destino con la perspicacia de aquel que sabe que la vida tiene posibilidades inagotables. Años antes de ver la película, me recomendaron el cuento de Borges y, aunque me gustó la historia, estuve en desacuerdo con lo que se planteaba en ella. “Que idiotez. Uno siempre puede seguir teniendo curiosidad”, pensé. Cuando vi “The man from earth” sentí que me daban la razón, que alguien en el mundo pensaba como yo o viceversa, y que conectaba. Que en vez de aceptar la muerte como algo que nos debe suceder – y la posibilidad de que, siquiera en la ficción, enfrentarla, nos asustase – se planteaba algo diferente. Vi la película con placer, se quedó en mi mente, siguió dándome vueltas. Pensé mucho en el psicólogo, Will, que en un momento sostiene la idea de que si un inmortal existiera sería semejante a un vampiro, a alguien que succiona la vida de los demás, como también que el odio y la envidia a semejante individuo sería comprensible. Recuerdo haber sentido mucha pena por él – y volví a sentirla en el camino –, pues si algo desconocemos – algo muy íntimo, más íntimo que Marte, la Luna, u otro sistema solar – que está directamente relacionado con nosotros es la muerte. Nadie sabe qué hay más allá. Yo, como agnóstico, creo que no hay nada, pero tampoco puedo asegurarlo. Entiendo que un inmortal sería casi una ofensa a nuestra sensibilidad y también pienso que sería algo increíble saber de uno.

Creo que lo que más me agradó de la película fue la idea de que, incluso con tiempo indefinido, siempre podrías saber más, como también habría algo nuevo que ver, incluso en un paraje que creyeras agotado por múltiples contemplaciones. Tú no serás el mismo mañana, por allí ya puedes sacar algo nuevo.

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