"Tokyo Godfathers": el cariño en la pobreza

Desde que llegué a Buenos Aires no pude evitar comparar la pobreza de Lima y la capital argentina. Sí, en Lima la pobreza se ve por todos lados, niños vendiendo golosinas son espectáculo corriente y personas que piden limosna no faltan, muchas a la mitad de un puente. Sin embargo, esto palidece ante lo que he visto – y supongo que me falta por ver – en Buenos Aires: familias completas durmiendo en la calle, aposentados en esquinas; muchos, incluso, con colchones dispuestos en un ángulo propicio para no estorbar el paso y poder dormir tranquilos. Son tantos que la policía no se toma la molestia de botarlos, lo que sucede en Lima, y viven su rutina en la calle, entregados a sobrevivir como se pueda.

Yo llegué cuando el verano estaba comenzando. Odié el calor. Siempre he dicho que prefiero el invierno al verano, y creo que aún sigo haciéndolo, aunque nunca pensé odiar tanto un invierno como odio el que estoy pasando ahora. Digo, nunca había estado con una chompa, una polar, una casaca térmica, doble pantalón, doble media y encima sufriendo mientras escribo, porque no puedo usar los guantes mientras lo hago. Sé que parece exagerado, que 8 grados no es para quejarme y que existen lugares en donde la pasas peor. Pero vengo de Lima, donde la humedad es lo único que podía molestarme en el invierno y la temperatura, máximo, bajaba a 11 grados. Buenos Aires tiene mayor humedad y siento, a pesar de lo que dice el celular, tanto frío como cuando estuve en Puno, y aquella noche hacía 3 grados.

Si esto me sucede a mí en estos momentos, bajo techo y abrigado, ¿cómo la estarán pasando aquellos que viven en la calle? De solo imaginarlo siento escalofríos.

No mentiré: alguna vez pensé que vivir en la calle, aunque sea unos días, podía darme una experiencia provechosa, nuevos relatos que contar. Siempre recuerdo a Descalzi y su viaje al infierno y pienso que uno aprende del dolor. El problema es que, a pesar de Protágoras y su frase egocéntrica, yo creo que no he sentido desesperación todavía. He pasado por todo lo que le sucede a una persona, con sus más y sus menos. No escribo esto por falsa modestia o porque desestime mis problemas, pero cuando comparo lo que me lleva a queja con, literalmente, morir de hambre o no tener esperanza más allá de conseguir algo de comer aunque sea una vez, me doy cuenta de lo afortunado que soy, a pesar de que por ratos pueda pensar lo contrario. Por esto, mis fantasías de dormir en la calle y aprender de los que llevan esta práctica a sus extremos son fantasías, nada más. Al menos por ahora. Uno nunca sabe qué podrá suceder.

Como siempre, este preámbulo de ideas dispersas sirve para hablar un poco sobre una película que acabo de ver. El frío casi me mueve a desistir de escribir hoy en el blog. Escribí en la mañana y la pasé bien, ya tenía mi misión cumplida. Lo que no hacía desde hace algunos días es ver una película y esta fue la que me animó. En este caso, “Tokyo Godfathers”, dirigida por Satoshi Kon (“Paprika”, “Perfect Blue”) y co-escrita con Keiko Nobumoto, que también escribió el guión de “Cowboy Bebop”. Ya tenía ganas de acercarme a esta película. Además, Satoshi Kon me había sorprendido antes. El viaje fue más de lo que había esperado. No solo entretenida, la película me trajo a la mente estas fantasías de dormir en la calle y las despedazó como solo puede hacer una historia bien contada. Nadie se somete a la calle por placer o en busca de la iluminación: existen otros lugares, otras opciones. Si algo muestra la película es que los tres protagonistas, Gin, Hana y Miyuki, tienen, cada uno, algo de lo que huir. Y también algo que desean encontrar.

Gin es un alcohólico lengua larga, simpático a su modo. Carga con una historia familiar de deuda y pérdida. Es el que más representa la especie vagabunda, sucio y oloroso, bebido casi todo el tiempo. Hana es homosexual, travesti que se siente mujer y culta (por respeto a Hana, usaré el femenino para dirigirme a ella). Miyuki es una adolescente que huyó de su casa y ya lleva tiempo con ellos. Al principio todo parece ir como iría en una situación como la que tienen entre manos, confinados en su precario campamento y en búsqueda de lo que puedan tomar para sobrevivir. Hasta que se encuentran con un bebé: una bebita que llora en medio del frío y la basura, acompañada de una nota en la que se les pide cuidarla. Además, tiene al lado una llave. Hana, que desea sentirse por completo una mujer y sueña con ser mamá, decide adoptar a la niña, a despecho de Gin y Miyuki. Y es la bebé – quién nunca se enterará de nada – la que será el eje, desde ese momento, de la acción y las peripecias de los personajes.


El único trailer en idioma original que encontré 

Hana convence a los otros dos de buscar a la madre de la bebé – a la que llama Kiyoko, “niña pura”: siempre me ha parecido muy hermosa esta manera de nombrar que tienen los japoneses, en donde el nombre y su significado son evidentes para todos – y pedirle una explicación. Si esta es buena se la devolverán junto con el perdón. Y así comienzan su expedición, enfrentándose a situaciones predecibles, tales como la falta de leche para la bebé, el cansancio de cargarla, y su exposición en un tren: al ser vagabundos y no vivir “adaptados”, ofenden al resto de personas por su aspecto y olor. Aquí Miyuki se ve acorralada porque en el tren contrario va su padre, quien la identifica de inmediato. Ella huye y los otros la siguen.


Hana recordando...

Pero también los persiguen las situaciones impredecibles, cargadas de coincidencias que los acercarán, paso a paso, a conseguir información. Hana está convencida de que estas coincidencias son mensajes, que Kiyoko está señalada por Dios, bendecida. No es para menos: desde salvar a un jefe yakuza atrapado debajo de un auto – que los recompensa y cuando los lleva a una boda, nada menos, añade, más adelante, información que puede llevarlos a la madre – hasta escapar de la muerte por un pelo, los tres vagabundos pasan por momentos que no hubieran transitado si se hubieran quedado en casa o, como se sugirió al principio, llevado a la policía a la niña. Claro, con eso el misterio se hubiera resuelto, pero, ¿quién hace una película así?

Como siempre, no voy a contar toda la película. No sé incluso por qué la comencé a resumir. En todo caso, la búsqueda de los padres de Kiyoko lleva a los vagabundos a reconciliarse con su pasado y a nosotros nos revelan que motivos tuvieron para apartarse de la sociedad. También es evidente el lazo que existe entre ellos: un lazo que solo puede crearse – cuando no es aplastado y pervertido – por la carencia, el hambre y la necesidad. Es el lazo de quien se identifica con el dolor del otro, porque ha pasado por lo mismo alguna vez, el lazo de quien tiende una mano, porque hubiera querido que se la tendieran en su momento. Creo que por eso también los personajes se deciden a encontrar a los padres de la bebé.

Todo se complicará más adelante, pero así sucede con las películas. La pista será falsa, o los conducirá a un lugar equivocado. Eso no importa: al final, cada uno de ellos parece haber encontrado la salida que necesitan. Y también nos ofrecerán un final abierto.

Creo que “Tokyo Godfathers” es una de aquellas películas que se ven de un tirón, sin pausas, aferrados a la silla. Y también que nos hace pensar mucho en cómo nos vemos y consideramos a los demás, sobre todo a los que están en una situación mucho peor que la nuestra. Al menos sé que la película me hizo sentir mejor sobre solo haber comido lentejas hoy, entre otras cosas.


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