Factótum y Escritos de un viejo indecente: Bukowski y la respuesta a por qué escribo


Desde que empecé a tomarme en serio la escritura una duda comenzó a tomar cuerpo en mi mente, primero sutil y después tan agresiva que me quitaba el sueño: ¿cuál era mi razón para escribir? Suena bastante trillada, pero considero que es el más importante de los cuestionamientos y que, respondida con sinceridad, puede convertirse en la guía de tus futuros escritos, incluso la estampa de calidad en los mismos.

Yo empecé a escribir de adolescente, como mucha gente antes que yo. No fue nada extraordinario, tenía dieciséis años y buscaba una manera de evadirme de mis problemas en casa. Los amigos pueden funcionar, pero llega un momento en el que te quedas solo, voluntariamente o no – en mi caso siempre llega un punto en el que me harto de las personas. La televisión y el cine también te distraen, pero aunque fanático del cine – y no tanto de chiquillo –, la idea de estar horas sentado en un sofá contemplando pasivamente películas me daba terror. Estaba la lectura, claro. En aquel tiempo me leí libros con una voracidad que hasta ahora no he podido recuperar – pues aunque lea más páginas, siento que el apetito adolescente se ha perdido – y no me detenía. Al llegar a los diecisiete pasé a descubrir el insomnio y con este las caminatas de madrugada. Las calles solitarias eran para mí territorio desconocido y fascinante. En aquellas largas caminatas sostenía diálogos conmigo mismo y hasta ahora considero que fueron esas horas caminando las que me llevaron a inclinarme del todo por la escritura. Sencillamente, tenía muchas cosas en la cabeza que me reclamaban asidero.

Pero, como supondrán, no pude explicar por qué quería escribir. Primero fue un refugio: las letras me servían para evadirme de una realidad que me asfixiaba. Más adelante, cuando me cansé de comenzar cien historias y no terminar ninguna, fue el reto: debía, por lo menos, acabar una historia y acabarla bien. Seguí escribiendo, pero no llegaba a imaginar el final. Ahora pienso que pensaba mucho en algunas ocasiones, y en las que me dejaba llevar lo hacía tanto que terminaba perdiéndome en lo que había intentado plasmar. Mis historias al principio eran o muy fantásticas – extraterrestres, asesinatos de hombres sin rostro, vampiros enclaustrados – o salvajemente autobiográficas, casi con el carácter de un diario. En aquellos días no había leído a Joyce, pero me esforzaba en detallar lo que pasaba y sentía de una manera por ratos ridícula y pesada. No fue sino hasta ya entrados los veinte cuando pude terminar un cuento y me sentí bien, orgulloso, calmado, como creo que se debe sentir alguien que ha terminado una carrera en un buen tiempo después de mucho entrenamiento. Le mostré el cuento a un por entonces amigo mío y él, después de señalar flaquezas del texto como siempre hacía con cualquier intento literario, me dijo que había sabido darle un buen final. No lo tomé como irónico, más bien me hizo sentir mejor, confirmado en mi deseo. Decidí que ya que había terminado uno, podía seguir con más.

Sé que en realidad no he respondido la pregunta que hice al principio. Es que es difícil hacerlo, creo que porque uno no tiene una respuesta estática. Eso sí, pienso que las respuestas evolucionan, pero no llegan a traicionarse. Cuando lo hacen es porque nunca estuvieron en sintonía, cuando les mentías a los demás y a ti mismo. Yo sé que no escribo para que me quieran, o por fama o dinero. Detesto a los que usan la carta del escritor para conquistar chicas – y eso lo he señalado no pocas veces. Es verdad que he superado un poco la fobia que tenía al presentarme como un escritor, pues antes sentía que decirlo cargaba con una pretensión que rayaba en lo ridículo; sin embargo, he llegado a creer que si uno no se reconoce como lo que hace y ama, esperar que los demás lo hagan es de lo más idiota. Así, lo que puedo decir es que escribo porque he aprendido a amar escribir – y amar es una palabra que uso muy rara vez –, a considerarlo necesario para vivir, a comprender a escritores que lo hacían en las peores condiciones vitales, se aferraban a la escritura para no enloquecer, para no dejarse arrastrar por la situación en la que se encontraban. Escribir para mí es poder hacerme justicia – en la ficción – en un mundo que es injusto.

Y por eso pensé en Factotum (2005), dirigida por Bent Hamer y escrita por este y Jim Stark (como en Juego de Tronos). Busqué si conocía algún otro trabajo de ellos y no, nada. Stark no tiene su propio espacio en Wikipedia – lo que tampoco es la gran cosa – y Hamer tiene algunas películas que no he visto – y que no descarto ver. La verdad también pensé en la película – que vi por primera vez hace dos años y volví a ver esta noche – porque hoy terminé Escritos de un viejo indecente, de Charles Bukowski. De hecho, tanto la película como el libro tienen su origen en este escritor al que se le conoce como el último de los poetas malditos norteamericanos. Yo conocí el nombre de Bukowski porque alguna vez me señalaron uno de sus poemarios, que tenía un nombre de lo más pintoresco, El amor es un perro del infierno. Leí algunos poemas y me quedé encandilado. Diablos, pensé, esto no era lo que me habían vendido como poesía todos estos años. Para ser sincero, no puedo hablar mucho de poesía, mi experiencia con ella es limitada, recién estoy comenzando a penetrar en sus misterios. Una de las razones es el lenguaje: a ratos el discurso poético me aburría, no conseguía entrar en mi mollera, se me antojaba pretencioso, lleno de figuras que – a pesar de cursos como Retórica – me sacaban un bostezo. Bukowski – y más adelante conocí a Kavafis – era directo y poético. Así lo consideré como uno de aquellos escritores que leería cuando tuviera tiempo y dinero, pues estaba quebrado – una figura que me ha seguido y me sigue ahora en el extranjero – y el libro con el que me topé era de la biblioteca de una universidad privada a la que iba como invitado ocasional. Pasó el tiempo como tiene que pasar – y aquí es solo una elipsis – y me encontré con gente que había leído al viejo Buko y cuando me veían entusiasmado me pasaban videos donde hablaba o entrevistas que le hacían. Así, fui conociendo primero al hombre, a la leyenda, y no a sus libros. No sé si fue la mejor manera, pero me sentía ansioso por leer lo que el viejo tenía que decir.

Y en una charla con un compañero de trabajo comenzamos a hablar de música y él me dijo algo sobre no recuerdo qué grupo, pero lo comparó con Bukowski al decir “bueno, pero es como Bukowski, que todo lo que escribe suena a lo mismo”. Me enfadé un poco, pero disimulé. Después me di cuenta que no tenía como contraatacar: mi ignorancia sobre el tema apareció como un muro al que no podía escalar y las entrevistas no bastaban para afirmar realmente nada.

Decidido a develar el misterio, fui a una de las ferias de libro anuales que hacen en Lima y me compré uno de estos libros Anagrama – la misma edición de tres que mostré con Carrere – que reunían obras de Bukowski. El primer libro – y el que recién he leído y terminado – era Escritos de un viejo indecente. Si no lo leí de inmediato fue por aquella manía mía de leer con cierto orden y guardarle fidelidad a lo que ya he empezado. Así, ahora estoy leyendo el Tristam Shandy desde hace un mes y voy a la mitad, todo porque no logro entretenerme con él – a pesar de tantos halagos que ha recibido como destructor de cánones. Recién comencé a leer el libro de Buko hace dos semanas y, aunque todos son relatos cortos, tipo cuentos – aunque sin seguir aquella estructura cuentística en todos ellos – me sentí fascinado. Por ratos me encontré con ánimos para soportar comer una semana frejoles negros, pues sus héroes – que pueden ser el mismo en realidad – soportan todo. Claro, en realidad no sé si podría llamar “soportar” a lo que hacen: sus héroes buscan el caos, no soportan siquiera la posibilidad de un empleo de ocho horas, estabilidad, horarios. Los personajes de Bukowski desean el caos, el sexo, las borracheras y lo que traen. “Comportamiento adolescente”, dirán los más establecidos, los más “maduros”, pero me parece ver algo más. En sus personajes, Bukowski busca encarnar la visión poética de aquellos que solo desean hacer arte, nada más. Una frase que me quedó, entre tantas, es “un intelectual es un hombre que dice algo simple de modo complicado; un artista es un hombre que dice una cosa complicada de un modo simple”. Recordé el ensayo de Kundera en el que afirma que le gusta que sus novelas sean fáciles de leer, pero difíciles de comprender.


La edición que leí

Recordé otra:

Definición de cobarde: Un hombre que se lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a un león con las manos vacías.

Definición de valiente: Un hombre que no sabe lo que es un león.

Y esto también sucede en la película: Hank Chinaski, interpretado por Matt Dillon (desde Rumble Fish, There’s something about Mary, Crash, y tantas otras de las que no vale la pena hablar en este momento), y me parece que lo hace bien, un hombre constantemente despedido de sus trabajos por ir a tomarse una cerveza a un bar, escribe y no le gusta trabajar. “Necesito dinero, el trabajo no me entusiasma”, suelta en los Escritos. Chinaski bebe, escribe, tiene sexo y tiene algo que logra que simpatices con él – o lo detestes, dependiendo de tus ideas sobre orden y trabajo. Olvidemos un momento que no todos pueden ser Chinaski, que si todos fueran así la sociedad como la conocemos – y debemos pensar por un minuto en si la posibilidad es tan mala – colapsaría: creo que muchos hemos soñado con comportarnos así a ratos. En mis ratos de borrachera sé que lo he hecho, sé que he disfrutado del qué diablos, seguir bebiendo y olvidar. Aún recuerdo que perdí un trabajo porque me emborraché un día antes de un inventario general al que estaba obligado a ir: odiaba tanto el trabajo que mientras más bebía más me parecía una buena idea seguir bebiendo y mientras más lo hacía más certeza tenía que no despertaría a tiempo. Falté. Llamé a las horas para pretextar enfermedad y fui despedido días después. No me importó: odiaba el trabajo. Lo que no te dicen las biografías de escritores y artistas en general son los detalles del hambre y la desesperación. Cuando vemos en Factotum que Chinaski despierta en una banca no podemos imaginar lo duro que debió ser. Nos gusta observar al héroe convencido, y las historias de pobreza son apenas una línea que contribuye al atractivo y exotismo de la biografía del héroe. Lo que nadie te dice es que uno piensa, a pesar de repetirse una y otra vez que no puede durar para siempre, que tal vez no saldrá de esta.

Eso sí, Chinaski – y también Bukoswki – fueron fieles a su deseo hasta el final. Deseaban escribir y no disciplinarse. Y lo hicieron.


Final de la película

Si el final de la película es genial por ser el manifiesto poético del autor – o personaje, en este caso –, también lo es una escena en la que Chinaski escribe y argumenta, a propósito de la pregunta que hice al principio, por qué uno escribe. Y Chinaski lo hace porque las palabras brotan de su interior y sabe que la única competencia que debe tener es con él mismo. Solo a él debe superar y solo él sabrá cuando el trabajo esté bien hecho. Si estás en función de los críticos, el editor o los lectores estás acabado como escritor. Igual sucede cuando te embobas en tu fama. Esto me hizo recordar a otro escritor al que admiro, Alan Moore, que se pronuncia ante la idea de convertirte en escritor por dinero. Ambos hablan sobre la comunión con lo sagrado en la escritura y, aunque yo soy un agnóstico convencido – o quizá convencido de que no estoy convencido –, también creo y quiero creer en que cuando uno escribe entra en una especie de trance en el que lo sagrado te acompaña, y lo sagrado no espera fama, fortuna, o prestigio. Solo espera donde aposentarse y a quien poseer. Con suerte, serás al que tome como recipiente, acomodándose a tus dimensiones, mientras llena hasta el borde y más allá, dejando que seas el que vierta, bajo tu forma, el líquido.


Finalmente, lo que dice Alan Moore sobre la escritura

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