"El adversario", de Emmanuel Carrere y la mitomanía del culpable


Cuando tenía nueve años me sucedió que, por distraído o por relajado, quizá porque era un niño y subestimé una tarea, dejé de hacerla y, sin buscarlo, me vi, poco a poco, atrapado en una red de mentiras que se hizo cada vez más compleja. Mentía en la escuela y en casa: en la primera decía que estaba enfermo y me llevaban al hospital por las tardes – como sabían que era asmático y, además, buen alumno, no cuestionaban mi versión –; en casa, cuando mamá quería revisar que hiciera la tarea, sacaba la carta de madurez: ya estaba grande para que ella me revisara la tarea y ¿no le había entregado con orgullo el diploma de primer puesto el año anterior? El problema se presentó en las páginas que debía dejar para el desarrollo de las tareas en los cuadernos, y como no calculaba correctamente a veces no copiaba las lecciones o no las entendía, ya que, como se sabe, las tareas involucran la práctica; como no practicaba, no entendía, y como no lo hacía… el caso es que los días se convirtieron en semanas y cuando me di cuenta había pasado un mes. Me sentía perdido e incluso me preguntaba si debía seguir asistiendo al colegio. No sabía cómo me había metido en un problema tan grande tan solo por decir una mentira que se me había ocurrido para ocultar la vergüenza de confesar – y la confesión no habría sido descabellada a mi edad – que no hice la tarea por flojo. Pero, considerándolo bien, debo admitir que resentía lo que sucedería en mi caso en particular: mientras mejor te consideran los demás, más presión soportas para mantener la imagen que te has labrado, queriendo o sin querer. Sentía vergüenza porque tenía mucho que perder si confesaba que me dio flojera hacer la tarea y preferí ver televisión una tarde.

Aquella situación no podía durar para siempre. Un domingo por la mañana, antes de ir a misa – en aquel tiempo yo era un católico convencido y mis padres nos llevaban a mis hermanos y a mí todos los domingos a misa –, exploté: con lágrimas en los ojos les confesé a mis padres que estaba atrasado casi un mes en los deberes y que mi cuaderno casi vacío de apuntes descansaba en un rincón. Había sido un mal hijo y exigía un castigo, pues para mi yo de nueve años el castigo era, de forma un poco masoquista, el medio para expiar mis pecados y limpiarme de toda culpa. Mis padres me consolaron, mamá me abrazó mientras lloraba y papá sonreía un poco, sugiriendo que a partir de aquella tarde comenzara a hacer la tarea y que lo que faltaba lo copiara de un compañero. No me castigaron, pero exigieron ver mis deberes por el resto del año. Lo que más recuerdo de aquellos días no es lo que fue para mi mano derecha el constante movimiento del lapicero, como tampoco que tuve que copiar algunas partes de un libro de Ciencias Naturales que nos habían pedido copiar, mientras intentaba entender cómo funcionaba la fotosíntesis: fue el alivio que sentí al confesar la culpa que sentía. Una vez confesé todo cambió, como si hasta ese momento hubiera visto la realidad en blanco y negro. De repente, la luz caía a borbotones, me bañaba en ella, y pude, gracias a la liberación de aquel peso que me oprimió por casi un mes, hacer mis tareas con entusiasmo. Eso sí, en el colegio no confesé nada; mi madre se encargó de mantener mi versión y pedir más tiempo para mí, y terminé aquel año con segundo puesto. Todo salió bien.

Entonces me pregunto, haciendo la más que obvia diferenciación: si Jean-Claude Romand hubiera confesado a tiempo que no era un médico, ¿habría ido todo bien para él? ¿Su esposa, sus hijos, estarían vivos?

Difícil responder, porque en el reino de las posibilidades lo imposible puede ser probable, sobre todo en la ficción, donde la verosimilitud carga con mayor prestigio que la realidad. Y la realidad, en este caso, es tan inverosímil que cuesta mucho creer que no es una película desopilante.

Hace unos tres años, estaba caminando en el trabajo y discutiendo de libros con un amigo, cuando llegamos a hablar sobre el mal. Esta palabra y lo que significa – entiéndase “significado” como algo relativo, en todo caso lo que significa el mal para algunos – siempre me ha intrigado, pues el mal, como esencia, me parece alejado de los típicos ejemplos presentados en caricaturas y películas de superhéroes. Para mí el mal se acerca más a lo que dice Martin Vail – el personaje de Richard Gere en Primal Fear – sobre por qué es abogado: Escojo creer que no todos los crímenes son cometidos por gente mala. Y trato de entender que algunas muy buenas personas pueden hacer cosas muy malas. (Mi traducción del inglés). ¿Qué quiero decir con esto? Que muchos actos que perjudican a otros tienen más en su origen que la sola voluntad de perjudicar: el miedo, por ejemplo; el amor, aunque parezca alejadísimo de la sola idea del mal. Entonces, regresando a lo que hablaba con mi amigo, le compartía estas digresiones sobre el mal y él me recomendó leer a Carrere, específicamente “El adversario”, no sin antes advertirme que estaba agotado y que apenas lo viera lo comprara sin dudarlo, pues era una muy buena novela. “¿De qué trata?”, pregunté, pues nunca había escuchado de Carrere y el título me presentó de inmediato la imagen de Jacob peleando con el ángel. “Un tipo que mata a su familia porque les había mentido más de diez años pretendiendo tener un trabajo, cuando lo que hacía era pasear por bosques”, comentó. Yo tenía más preguntas, pero su respuesta me bastó para decidirme a leer la novela y si seguía preguntando él me daría respuestas que amenazarían mi futuro y placentero desconcierto de lector en terreno virgen. Por lo pronto, sabía quién era el asesino, pero eso, aparentemente, iba ya en la contraportada.

No fue sino hasta verano de este año, ya llegado a Argentina y padeciendo el tormentoso calor bonaerense, que me encontré con una buena edición Anagrama que reunía tres libros de Emmanuel Carrere, “El adversario”, “Una novela rusa” y “De vidas ajenas”. Para ser sincero, solo he leído las primeras dos y la tercera la dejé a la mitad, que retomaré en otro momento – el estilo de Carrere me pareció algo repetitivo para la tercera novela y, al ser más que todo relatos sobre su experiencia personal, por muy ficcionalizados que pudieran estar, llegué a aburrirme. Sin embargo, cuando conseguí la edición en uno de los tantos puestitos del Parque Centenario me puse a leer de inmediato “El adversario”: esperaba encontrar un relato sobre un asesino un poco loco, quizá excéntrico y de seguro un análisis detallado, tipo ensayo psicoanalítico, del perfil de Romand, pero lo que me encontré fue más el relato sobre un hombre que se perdió en sus mentiras y, cuando se dio cuenta que no había escapatoria, decidió que prefería matar a su familia y suicidarse a enfrentar el desmoronamiento del castillo de naipes que juraba era de concreto. Sobre todo, confrontar a su familia, a su esposa, sus hijos, sus padres: todos los que se enorgullecían de él y habían creído con tanta fe en su historia, en la ficción que mantuvo tantos años.


La edición que leí. Emmanuel Carrere al lado, posando.

Nunca sentí con tanta fuerza lo que significa mentir. No hablo de mentir para sacarte de un apuro, una cita que no quieres tener, o un comentario que te sientes obligado a hacer para que alguien se sienta mejor, algo tipo “sí, cantaste bien” (en realidad espero que no vuelvas a hacerlo); “no te llamé porque tenía un montón de trabajo y sabía que estarías ocupada” (estaba bebiéndome una cerveza con mis amigos y si te llamaba tal vez me dirías para ir y… no), etc. Esas “mentiras blancas”, que no son sino mentiras ligeras que incluso pueden ser tan obvias para el interlocutor que puede reír, pero agradecer también que te tomes la molestia de formular una mentira. Jean-Claude Romand hizo de su vida una mentira: su profesión, su matrimonio, su empleo, su estatus social, sus bienes materiales, todo fundado en una mentira. ¿Cómo lo hizo?

Recuerdo que cuando leí “La broma infinita” – de la que espero hablar cuando lea la versión en inglés – me hizo reír la observación de que uno de los personajes pone más esfuerzo en hacer trampas para pasar un trabajo académico que en estudiar: el fraude es más trabajoso, le exige un esfuerzo que no estaría implicado en las respuestas directas de alguien que estudia. “El éxito de una mentira está en los detalles”, he escuchado en más de un programa de TV, lo que se contrapone a un dicho que en Perú reza “Explicación no pedida, culpa admitida” o, como dicen aquí, "no aclares tanto que oscurece”. El caso es que Jean-Claude Romand estudiaba Medicina con la que sería su mujer, pero abandona la carrera sin razón aparente, ya que era un estudiante aplicado, que entendía lo que sucedía. Sus padres lo ayudaban económicamente, no era pobre. Se hizo, a pesar de su timidez, de amigos. Parecía irle bien, pero deja Medicina y sigue yendo a la universidad aparentando que es estudiante, inscribiéndose siempre y faltando todo el tiempo, mientras estudia con su novia y la ayuda con los deberes. Más adelante se casan, él dice tener un empleo en la Organización Mundial de la Salud (OMS) y tienen dos hijos. Se lleva bien con sus vecinos, que lo consideran un hombre ejemplar y vive una vida de burgués acomodado. ¿Con qué dinero? Pues con dinero que extrae a sus familiares, convenciéndolos de invertir en proyectos en los que está involucrado, que les traerán ganancias. Como lo estiman y no desconfían de él, le dan el dinero. Y Jean-Claude vive de ese dinero, sin siquiera una vez buscar trabajo, o invertir el dinero, fingiendo ir a trabajar mientras lleva el auto a los bosques y pasea, buscando quién sabe qué. Eso es lo que más me llama la atención, sus paseos.

Digo, ¿en qué pensaba? ¿Cómo concilias que estás viviendo sin hacer nada, en una mentira que debe acabar tarde o temprano? Jean-Claude Romand, ya en su celda, le escribió a Carrere que se sentía mejor, libre de un peso. Es adecuado, supongo, ya que vivir mintiendo por tanto tiempo debe, mínimo, dejarte un cráter dentro cuando llegas a confesar. El problema es el precio que pagaron otros por su mentira, y que la confesión llegó demasiado tarde y, si lo pensamos bien, no fue voluntaria. Él intentó suicidarse, fingió un incendio, quería llevarse a la tumba lo que había hecho y que aparente una tragedia que, al fin y al cabo, siempre puede sorprender a quien sea. Aquí no sé qué decir sobre este personaje: ¿es un mal tipo? ¿Un loco? El informe final declara un narcisismo enorme, pero eso no dice mucho sobre tantas otras interrogantes. Incluso tuvo una amante, se dio una vida de lujo para impresionarla con el dinero que ya comenzaba a escasear, dinero que no era suyo en primer lugar. Tantas interrogantes y tan poco margen para confiar. ¿Cómo hacerlo con un personaje que ha construido su vida en la mentira?

Jean-Claude Romand es un digno personaje de ficción. Reúne toda la complejidad necesaria para ser estudiado y para soltar esa frase tan manoseada de que la realidad supera a la ficción. Lo problemático es que, como ya apunté antes, un mitómano como él dejó destrozada a una comunidad que confiaba en él, fuera de su hogar. Parece que fuera un premio que quedara inmortalizado por lo que hizo, pero pienso que no es tanto sus crímenes los que lo hacen un personaje interesante – lo grotesco puede ser interesante, aunque le pese a los moralistas –, sino lo que es y, sobre todo, lo que no es. A fuerza de mentir, debió olvidarse de quién era. Quizá, en la cárcel, descubra quién es.


Comentarios

Entradas populares de este blog

"Office" y el paraíso laboral

Turk Fruits y el romanticismo visceral

¿En qué consiste un clásico? Network y su vigencia, a propósito de la sociedad del espectáculo